La flaqueza del internacionalismo lingüístico
En España se está poniendo de moda el «internacionalismo lingüístico», también llamado «ideología de las lenguas grandes». Las etiquetas son del último libro de Juan Ramón Lodares (El porvenir del español), que viene predicando esa creencia desde hace tiempo, pero sus voceros empiezan a ser numerosos y muy cualificados: la nómina alcanza ya a filósofos como Félix Ovejero o a ilustres miembros de la Real Academia Española como Francisco Rodríguez Adrados y Gregorio Salvador.
Los postulados del internacionalismo lingüístico son fáciles de reconocer. El primero dice que las lenguas son vehículos de comunicación. Dado que nadie discute semejante obviedad, el postulado se formula más genuinamente de modo negativo: afirmar que las lenguas son vehículos de comunicación equivale a negar que puedan ser también signos de identidad, aunque una parte importante de la Humanidad crea justamente lo contrario y muchas veces actúe en consecuencia, hasta el punto de sacrificar su vida por su vehículo de comunicación particular.
El segundo postulado sostiene que las lenguas con más usuarios son preferibles a las lenguas con menos usuarios, y de ahí se extraen consecuencias político-lingüísticas que los distintos «internacionalistas» formulan con mayor o menor sutileza: Salvador, en un extremo, no tiene reparo en exponer públicamente que desea la extinción de las lenguas que él denomina «minúsculas», en abierta contradicción con los esfuerzos que las organizaciones intergubernamentales y un sinfín de ONG dedican a la preservación de la diversidad lingüística planetaria.
Un tercer postulado, finalmente, insinúa que la difusión de las lenguas grandes es un proceso «natural», efecto de la libre elección de la gente. En otras palabras, que el imperialismo lingüístico no existe. Con algún pequeño matiz, Lodares podría haber escrito lo que dijo el Rey (o le hicieron decir) en una entrega del Premio Cervantes: «Nunca fue la nuestra lengua de imposición, sino de encuentro; a nadie se le obligó nunca a hablar en castellano: fueron los pueblos más diversos quienes hicieron suyo por voluntad libérrima el idioma de Cervantes». En términos parecidos se expresaba Félix Ovejero en estas páginas (De lenguas, sendas, mercados y derechos, EL PAÍS, 28-2-2005): los procesos que consolidan las lenguas con más usuarios «nada tienen que ver con el mercado o el capitalismo» -en contra, una vez más, de la experiencia de muchos habitantes del planeta-.
Pero el problema del internacionalismo lingüístico no son las dudas que plantean sus postulados; al fin y al cabo, los millones de personas que creen que las lenguas son valiosas en sí mismas, y que por ello es bueno preservarlas ante las amenazas del imperialismo lingüístico, podrían estar totalmente equivocadas. El verdadero problema del internacionalismo lingüístico son sus insufribles defectos internos. El primero es la práctica más o menos desvergonzada del doble rasero: la internacionalidad del español se blande para desacreditar el uso del guaraní en Paraguay o del euskera en el País Vasco, pero se enfunda discretamente cuando el español se las ve con lenguas de más usuarios, como el inglés en Estados Unidos o las grandes lenguas de la Unión Europea en Bruselas. El incidente protagonizado recientemente por la portavoz de la Comisión Europea, Françoise Le Bail, es muy instructivo al respecto. Con el loable propósito de ahorrar unos cuantos euros al contribuyente europeo, a Le Bail se le ocurrió reducir el generoso sistema de interpretación en algunas ruedas de prensa de la Comisión a las tres lenguas de más uso en la Unión: inglés, francés y alemán. Un auténtico «internacionalista» todavía habría juzgado insuficiente el recorte: si con el inglés basta, ¿para qué complicarse la vida también con los superfluos francés y alemán? Por fortuna para el español, nuestro embajador ante la Unión Europea, que no comulga con Lodares, protestó enérgicamente por la reducción impuesta por Le Bail, juntamente con su colega italiano y el apoyo de sus Gobiernos respectivos, y la portavoz no ha tenido más remedio que hacer marcha atrás en su propuesta inicial, para escándalo del «internacionalista» auténtico, que si no quería tres tazas ahora va a tener siete (las tres de Le Bail más el español, el italiano, el polaco y el neerlandés). Es muy interesante leer la argumentación de Carlos Bastarreche: el problema no es que los periodistas españoles acreditados en Bruselas no entiendan el inglés, el francés ni el alemán (mal iríamos si fuera así), ¡sino que «la defensa del español es una de las prioridades de mi Gobierno»!
El segundo defecto del internacionalismo lingüístico es su propensión antidemocrática. Retomando una metáfora naipesca de Dworkin, un liberal que Lodares y compañía no han leído, el valor de las lenguas grandes se convierte en un triunfo ante la voluntad de los hablantes de las lenguas pequeñas: y ante los triunfos no cabe discusión ni debate alguno. En el contexto español no importa el apoyo que han recibido las políticas de fomento del catalán / valenciano, vasco y gallego, ni la validación de que han sido objeto por parte del Tribunal Constitucional. En un artículo reciente (El español en España, Abc, 4-3-2005), Francisco Rodríguez Adrados pedía directamente la abrogación de la «anticonstitucional» legislación lingüística autonómica. Rodríguez Adrados es de los que tildarían de anticonstitucional la sentencia del Alto Tribunal que en 1994 dio por bueno el modelo lingüístico de las escuelas de Cataluña, que sin excluir el castellano tiene en la lengua catalana su «centro de gravedad». O incluso dedicaría el epíteto antedicho a la mismísima Constitución, en la medida que sugiere una contradicción en el interior del artículo 3 entre la oficialidad del castellano y la de las «demás lenguas españolas». Sea como sea, la voluntad de los hablantes de las lenguas pequeñas de España es algo que ha vuelto a aflorar políticamente: al menos en Cataluña, muchas de las personas que votaron «no» en el referéndum del día 20 de febrero lo hicieron por el insuficiente reconocimiento del catalán / valenciano en las instituciones europeas. Y muchos de los que votaron «sí» lo hicieron confiando en la virtualidad del memorándum que Moratinos envió a la Comisión el pasado 13 de diciembre, que solicita el reconocimiento en la Unión Europea de «todas las lenguas oficiales en España».
Pero sin duda el mayor defecto del internacionalismo lingüístico es su simplismo maniqueo, que revela una antropología lingüística de una pobreza extrema. Pongámonos en la piel de un hablante de lengua pequeña: al decir de un «internacionalista» como Gregorio Salvador (Lenguas minúsculas, Abc, 19-1-2005), este hablante sólo tiene dos opciones: ceder al «espíritu de campanario» y a la «aberración reaccionaria» para mantenerse encerrado en su «exigua prisión lingüística» o, por el contrario, abandonar su lengua e integrarse a una lengua más extensa y más poblada que le permita «ensanchar su mundo y sus perspectivas de futuro». Tertium non datur: la posibilidad de que nuestro hablante adquiera la lengua grande sin menoscabo de la pequeña es simplemente ignorada. Y, puestos a ignorar, también se ignora la profesión más antigua del mundo, que no es la que suele pasar por serlo, sino la de trujamán: los «internacionalistas» nos hacen perder de vista que, gracias a los intérpretes, hablar la misma lengua nunca ha sido una condición necesaria para el entendimiento mutuo.
Se dice que los antiguos griegos sentían horror por el vacío; claramente, nuestros «internacionalistas» sienten horror por la diversidad lingüística. Su gran problema es que viven en un mundo y en un país plurilingües que van a seguir siéndolo. Lo que veremos en los próximos meses es si ese internacionalismo que asoma en las tribunas periodísticas se impone en la esfera política. La presencia del catalán / valenciano, gallego y euskera en el Congreso de los Diputados es uno de los tests que se avecinan. Si se prohíbe cualquier uso de esas lenguas, el internacionalismo habrá ganado la manga (y algunas señorías tendrán un argumento más para «irse» de España); si se inicia un debate sereno y pausado, libre por fin de escaramuzas contraproducentes, será posible acomodar esas lenguas en los términos y plazos que dicte la sola prudencia, sin otro efecto negativo que el rasgue de vestiduras de nuestros «internacionalistas» más furibundos.
Fuente: El País Opinión