Xenofilia e Inmigración, de Sami Nair
Por M. Á. Bastenier
Ortega describió en Ideas y creencias cómo las primeras proceden de la cabeza, son producto de un proceso intelectual, y las segundas brotan de las entrañas, del estómago donde han macerado. Las opiniones públicas de los países receptores de inmigrantes, en Europa occidental al menos, saben o tienen suficientes motivos para saber que ese ingreso de brazos extranjeros es una necesidad, pero, sin embargo, lo sienten como una amenaza. En torno a esta contradicción que rebota sobre la actualidad como un tentetieso, el profesor Sami Naïr, fácilmente el intelectual francés que hoy mejor conoce España, ha reflexionado en una serie de libros de los que éste es a la vez una suma teórica y una propuesta de política práctica, cuando, como dice el autor, la UE gestiona pero no planea, vive el día a día sin visión ni estrategia a largo plazo.
Muerto el mundo bipolar por la propia mano de la antigua Unión Soviética, el inmigrante se convierte en un enemigo por poderes; nada en él es amenazante salvo lo que no se ve, aquello con lo que le adorna el terror de hogaño, el de verse desplazado por una mano forastera, y además de otro color, a las tinieblas exteriores de la sociedad, al desempleo, y aún peor, a la pérdida del asidero nacional identitario. La patera aparece como sustituto menesteroso y desideologizado de una finlandización de Europa que ya no podrá ser; y de la patera a la alargada sombra de Bin Laden va sólo un islámico salto. Emigración, inmigración, extranjero, dice Naïr, son palabras performativas, convertidas en prejuicio por el solo hecho de ser pronunciadas, fruto amargo de un tiempo despiadado. La globalización destruye las fronteras comerciales, naturales, prefiere la circulación de bienes a la de personas -sobre todo, cuando éstas vienen de lejos-, y a medida que crea y multiplica el fenómeno migratorio en lo que llamamos Tercer Mundo, erige en el Primero las barreras para que esa ósmosis mal pueda llegar a término. Se crea el desplazado y a la vez, una carrera de obstáculos para que sólo los más aptos, en una especie de darwinismo laboral, alcancen la meta.
El efecto llamada crece exponencialmente, incluso en el continente desconectado que, como dice Manuel Castells, es África, por la revolución en las comunicaciones. No le empece que el número de televisores, y aún más el de PC, sea muy reducido en ese mundo de necesidades más acuciantes, porque la imagen televisada hasta la saciedad de un Occidente insultantemente rico ejerce un fenómeno de hipnosis colectiva en las masas del Sahel, de África del norte, de los Andes. Y ante ese tsunami humano, la posibilidad de integración en las sociedades de acogida viene determinada en una especie de actualización del bon mot de Renan, por el plebiscito cultural de cada día. Sólo cuando el inmigrante participa significativamente en la reproducción de los bienes sociales, y es percibido y se percibe como tal agente reproductor, la fusión de individuo y sociedad se ha producido. Y casi no hace falta decirlo, Sami Näir tiene un lugar muy especial en su corazón para la sociedad que durante tanto tiempo -pero no hoy- mejor ha hecho funcionar el rouleau compresseur nacionalizador: Francia. En contraste con el modelo anglosajón comunitario, que es inherentemente racista, como reconoció Toynbee, el modelo franco-mediterráneo y católico parece que sólo lo es per accidens o mal uso: el de la revuelta de los suburbios de París en octubre pasado, por ejemplo.
¿Qué hacer ante todo ello?, y sobre todo en una España en la que el autor con razón dolorida denuncia un dérapage racista que va del campo de fútbol al pandillerismo y se arma de bates de béisbol y cruces gamadas. Naïr propone organizar los flujos migratorios, lo que es adaptarlos para que respondan a una doble necesidad, de receptor y recibido; codificar, vigilar, reajustar permanentemente esa movilidad; estructurar el problema en el interior de la relación comercial bilateral y multilateral; ordenar los flujos financieros, y, por último, organizar el codesarrollo. Convertir al xenófobo en xenófilo. Todo un programa; todo un libro.