África
Por David Cantero
África suena a veces como una viola o un violonchelo, pausada y profunda, elegante e inalcanzable. Otras, como un vetusto acordeón de fuelle rasgado, atropellada, desentonada, crispante, patética. Tristísima. En ocasiones relumbra como el ámbar, el diamante o la esmeralda, otras tiene el hosco aspecto del carbón o el pedernal, el del estiércol. Todo en sus vastos territorios parece peregrinar a medio camino entre el milagro o el desastre.
Nada más pisar su suelo notas nítido bajo tus pies el pesado girar de la tierra, la sorda vibración de su parsimonioso mecanismo. Un rumor profundo, casi imperceptible, que hace tremar levemente toda su superficie y todo cuanto hay sobre ella, incluida tu alma. Allí puedes sentir, como en ningún otro lugar, el verdadero peso de la gravedad, esa fuerza misteriosa que nos mantiene pegados a la esfera. En África aturden los fulgores y aterran las tinieblas. Vivirla, sentirla, contemplarla, perfora los sentidos para bien y para mal, agotándolos, dejándote exhausto.
Es absolutamente deslumbrante hasta en la más absoluta oscuridad. La mirada no está acostumbrada a tanta y tan rara belleza, a tanta y tan inaudita fealdad. El oído no puede abarcar todos los matices sonoros que adornan bullicios o silencios sin inquietarse, sin aterrorizarse, provengan de las bestias o los hombres.
Es imposible no sucumbir en los hipnóticos ritmos de sus músicas, en sus mágicas danzas, en los latidos de los tam-tames. Sus aromas pueden embriagarte como el más delicado incienso o asfixiarte en aires definitivamente fétidos, en la esencia misma de la putrefacción. Su piel tiene el tacto suave del marfil bruñido o la seda más fina, pero también todas las asperezas que uno pueda imaginar ajando su corteza.
Lamerla, saborearla, puede llevarte al éxtasis o matarte de asco y de sed. Allí puedes morir de calor o de frío, de pena o alegría, de dolor o placer, de amor o desamor. No hay términos medios en África, no hay tibiezas, todo vive o muere en contrates imposibles. Sepan los viajeros que la pretenden que, allí, en sus relojes, el lapso de un tic-tac no dura exactamente un segundo, allí el tiempo transcurre mucho más veloz o de forma exasperadamente lenta. Tal vez por eso sus oscuras vidas transcurran siempre lánguidas, en algo delirantes.
África, aparentemente ocupada en hacer nada, no concibe la prisa, ni frecuenta en exceso la eficacia o la justicia. Tampoco espera ser comprendida. Condenada, como está, a las hambrunas más atroces, a la sed más insaciable, a los anhelos más imposibles, sólo se abre, y solo en parte, a aquellos que sabe se acercan para amarla con humildad, con enorme respeto, sin esperar nada a cambio y sin hacer demasiadas preguntas, pues ella no encontraría respuestas que ofrecernos. África, viajeros, esa bellísima desesperada, perdida tantas veces en el más abundante sufrimiento que uno pueda imaginar, aun espera nuestros pasos y nuestra admiración.
Fuente: La Razón