Inmigración e identidad europea
INTEGRARSE NO SIGNIFICA renunciar a los elementos integrantes de la identidad de origen, sino adaptarlos a una nueva existencia Sólo la Francia de Nicolas Sarkozy se ha atrevido a crear un ministerio para la Inmigración y la Identidad Nacional. Se trata de una iniciativa que ha suscitado la indignación de las asociaciones de ayuda y auxilio al inmigrante, y ha merecido a un tiempo la desaprobación de Simone Weil, figura importante de la derecha francesa.
¿Por qué asociar inmigración e identidad nacional? Identificar a alguien entraña discernir los esquemas existentes en la base misma de su existencia, poner de relieve de dónde procede, señalar sus raíces y significados, mencionar asimismo sus diferencias. En suma, situarle mínimamente en el ámbito adonde inmigra.
Si por una parte la preocupación francesa es prever y preparar el futuro de su paisaje humano, la obsesión de los inmigrantes es asegurar el futuro y sustento vital de sus familias. En su caso no se plantea la cuestión de la identidad. No todas las corrientes inmigratorias existentes en Europa, por lo demás, son idénticas. Es menester distinguir entre quienes vienen de países que guardan un vínculo de memoria y reminiscencia en relación con Francia, por ejemplo, y quienes proceden de los países del Este. Son problemáticas distintas. Los inmigrados de la primera generación no conciben su vida integrada en un destino distinto del trazado por su país de origen. Son sus hijos quienes se han convertido en franceses y europeos debido a la circunstancia de su nacimiento y al hecho de que su vida no se desarrollará en el país de sus progenitores. El problema de la identidad no atañe de modo apremiante a los inmigrados, sino más bien a los hijos nacidos en tierra de inmigración; sin embargo, se olvida el hecho de que éstos son franceses y de que su identidad consta en su documento de identidad y su pasaporte. Y lo mismo cabe decir de los demás países de Europa donde cada vez nacen más niños de padres no europeos.
Dicho esto, estos hijos de inmigrados, estos europeos de tercer tipo plantean un problema a la sociedad europea. Gran Bretaña y Alemania son países diferencialistas: no persiguen integrar de modo definitivo a sus inmigrados. Al propio tiempo, existe en Gran Bretaña una disposición jurídica en virtud de la cual concede a los inmigrados procedentes de algún país de la Commonwealth el derecho de voto en todas las elecciones. Algo que Francia jamás ha concedido a sus inmigrados procedentes de países antiguamente colonizados por ella.
Se trata de un ejemplo más que indica que la comunidad europea no abriga la misma perspectiva ni la misma política de inmigración, a sabiendas de que todos los países de esta UE precisan de mano de obra extranjera. Cuando se asocia la noción de identidad a la de inmigración, se equivoca el problema. Y al contrario, cuando se inquiere sobre el futuro de la sociedad europea crecientemente mestiza, se pasa a otra cuestión, la de aceptar o rechazar que la sociedad europea esté compuesta de aportaciones múltiples de origen extranjero. Es sabido que el factor que introduce problemas e inconvenientes en la ecuación es el islam. Los inmigrados portugueses, italianos, españoles no han encontrado mayor dificultad a la hora de integrarse en el tejido social francés.
El historiador Benjamin Stora atina al proponer a Francia que elabore un pacto de memoria entre la República y su propia memoria. Se trata, en efecto, de una actitud clarificadora y de una sana lección de historia. Según esta perspectiva, la identidad nacional debería constituir una apertura, una especie de reconocimiento de una realidad en cuyo seno la aportación de la inmigración se realza en lugar de verse ocultada o minimizada. Desde el momento en que Italia o España han decidido regularizar masivamente a centenares de miles de inmigrantes entrados ilegalmente en su territorio, han aceptado implícitamente el hecho de que la mayoría de las personas integrantes de esta población se quedaría en estos países, donde viviría y adoptaría la nacionalidad. Ahí es donde la UE debería instaurar una política común, racional, flexible, justa y digna sobre la inmigración con sus consecuencias.
Abrir la puerta de la propia casa no autoriza a quien entra a romper el mobiliario, a actuar como en territorio conquistado, a importunar a sus anfitriones y a faltarles al respeto. Las leyes de la hospitalidad deben respetarse para que el proyecto de una convivencia se abra paso de común acuerdo. Dicho esto, todo sucede como si los inmigrados que llegan fueran fantasmas y quienes les contratan fueran entes ausentes… Cuando se producen incidentes, todo el mundo se despierta súbitamente y descubre por ejemplo que Italia se ha convertido en un país de inmigración y no se ha dispuesto ninguna medida para afrontar la nueva situación.
Una política europea común debería basarse en temas fundamentales. Entre ellos, el rechazo de toda inmigración ilegal (abordando el problema en origen mediante mayores inversiones en los países de donde salen estos desesperados), la instauración de una política de cooperación con los países del Sur para ordenar los flujos migratorios, la concesión a los inmigrados de un estatuto de trabajador cooperante como así se hace en los países del Sur en el caso de los europeos que trabajan en ellos, la mejor difusión y conocimiento de las culturas mutuas poniendo énfasis en la separación entre religión y política, la definición de los espacios cultuales y culturales de los inmigrados, la valoración de las culturas de los países de origen y la introducción de una pedagogía de la convivencia donde se enseñen derechos y deberes.
En suma, se trata de aceptar la idea de que el paisaje europeo dejará de ser puro para estar compuesto de diversas mezclas; es decir, un paisaje enriquecido, transformado y crecientemente abierto al mundo. La integración es una operación entre dos realidades o ámbitos. Uno no se integra solo. Integrarse no significa renunciar a los elementos integrantes de la identidad de origen, sino adaptarlos a una nueva existencia en cuyo seno se da y se recibe. Una política común debería cimentarse en estos fundamentos, en el marco de una concertación entre Europa y los países del Sur. Por último, habría que acabar con los clichés, los prejuicios y las imágenes miserabilistas de la inmigración y de sus consecuencias.
TAHAR BEN JELLOUN, escritor. Premio Goncourt 1987 Traducción: José María Puig de la Bellacasa
La Vanguardia