Pensar América Latina desde la interculturalidad
Por José Ignacio López Soria
Una versión más desarrollada de este mismo tema fue ofrecida como conferencia en el Máster en Estudios Latinoamericanos, Instituto Interuniversitario de América Latina, Universidad de Salamanca, el 7 de octubre de 2008.
La reflexión sobre la interculturalidad en la región es cada día más abundante, lo que muestra que la relación entre las diversidades que nos pueblan ha quedado instalada en la agenda académica y política de nuestra actualidad; es más, la actualidad no puede ser ya pensada seriamente ni gestionada acordadamente sin tener en cuenta esa diversidad.
Aclaraciones previas
Comenzaré refiriéndome a la multiculturalidad y la interculturalidad en el mundo latinoamericano, pero lo que me propongo en este ensayo no es propiamente informar acerca de esos hechos sino pensarlos.
La reflexión sobre la interculturalidad en la región es cada día más abundante, lo que muestra que la relación entre las diversidades que nos pueblan ha quedado instalada en la agenda académica y política de nuestra actualidad; es más, la actualidad no puede ser ya pensada seriamente ni gestionada acordadamente sin tener en cuenta esa diversidad.
Pero pensar esa diversidad no es lo mismo que conocerla. Conocer consiste en «representar» algo, trayéndolo cosificado como objeto a la presencia para hablar de ello. Mientras que pensar es «presentar» algo, traerlo a la presencia para hablar con ello y sentirse hablado por ello. Porque pensar es prestar oído atento a aquello que nos convoca al pensamiento, y lo que nos convoca al pensamiento, lo que más merece que pensemos, es lo que somos, lo que nos constituye esencialmente. Por eso, podemos traerlo a la presencia sin cosificarlo, sino como algo con lo que hablamos y por lo que somos hablados.
Lo que pretendo al establecer la diferencia entre conocer y pensar no es ilustrar acerca de los afanes de la filosofía contemporánea, sino convocar la atención sobre un tema que tiene más consecuencias de las que parece. El conocimiento sobre Latinoamérica, por ser un saber de expertos, no promueve vinculaciones sociales ni compromisos cívicos porque habla de nosotros, pero no habla con nosotros ni nos sentimos hablados por él. El pensamiento, por el contrario, nos incluye como hablantes y nos convoca a tomar la palabra y a sentirnos hablados por ella. Cuando al pensar construimos, a través del habla, un horizonte de significación, este horizonte lo sentimos como nuestro y, consiguientemente, promueve entre nosotros vinculaciones profundas, nos convoca a asumir compromisos éticos y políticos y contribuye a que adoptemos formas de identidad abiertas al diálogo y dispuestas a ver en el otro una fuente de gozo y de enriquecimiento.
Estoy sugiriendo, desde el inicio, que pensar América Latina en perspectiva intercultural es ya una convocación a asumir nuestra multiculturalidad no tanto como un hecho que debamos conocer cuanto como un evento que nos constituye en nuestra esencia y que está, por tanto, entre lo que más merece que pensemos.
Informaciones generales
Para la reflexión que sigue es necesario también tener en cuenta lo que está ocurriendo en Latinoamérica con respecto al tema que nos ocupa, pero antes hay que aclarar dos conceptos a los que recurriremos frecuentemente: multiculturalidad e interculturalidad.
Se entiende por multiculturalidad la convivencia, en un mismo espacio societal -generalmente, el Estado/nación-, de culturas diversas, es decir, de pueblos que difieren entre sí en cuanto a sus nociones y prácticas sociales de verdad, bien y belleza, ideas regulativas, formas de legitimación del saber y del poder, principios jurídicos, sistemas simbólicos, lenguajes, maneras de organizar los subsistemas sociales e, incluso, en cuanto a las formas de identidad y de la vida cotidiana.
Las causas y las formas de la convivencia son diversas. En unos casos, especialmente en América Latina, la convivencia es fruto, primero, de invasiones y, luego, de migraciones, y se caracteriza por relaciones de dominio de unos pueblos sobre otros. Hay casos en los que la convivencia es resultado de acuerdos y, consiguientemente, las relaciones pueden ser de complementariedad. Pero la multiculturalidad, en la mejor de las situaciones, no pasa de la tolerancia.
El concepto «tolerancia» viene del verbo latino «tolerare» que significa sostener, aguantar, soportar, resistir. En los inicios de la modernidad, la tolerancia fue interpretada como el margen de libertad concedida a las diversas religiones para hacer factible la vida de sus fieles en un mismo estado-nación, sin que ello contribuyese a la disolución de las vinculaciones sociales. El concepto fue evolucionando hasta que, ya en la actualidad, las reflexiones sobre la tolerancia apuntan a la libertad de conciencia y al libre ejercicio de la ciudadanía, derivados ambos del principio de igualdad, que no tiene más límite que el interés común y la seguridad pública, establecidos por la Constitución. E incluso se va más allá cuando se considera que la tolerancia, en sociedades multiculturales, implica respeto mutuo y, por tanto, debe estar orientada a resolver los conflictos interculturales no por la vía de la homogeneización sino por la del reconocimiento de las diferencias.
Esta última versión de la tolerancia se abre a un nuevo concepto, el de interculturalidad, que hay que entender como encuentro de diversidades tanto en las esferas de la cultura como en los subsistemas sociales y en el mundo de la vida. Este encuentro tiende a constituir constelaciones poliaxiológicas en las que conviven, no sin conflictos, diversos estilos de vida y nociones de vida buena enraizadas en diferentes discursos. En este encuentro o fusión de horizontes de significación, la identidad se edifica, precisamente, a partir de la existencia del otro, sin la cual no sería posible la propia creación o autoconocimiento. Los objetivos de la tolerancia no deberían ser restringidos simplemente al logro de la armonía social. Se trata, en realidad, de promover un sistema estatal que produzca no sólo ciudadanos heterogéneos y defensores de la tolerancia, sino también individuos que valoren y perpetúen el valor positivo de la diferencia. Y este reconocer el valor positivo de la diferencia facilita el reconocimiento del otro con sus pertenencias culturales y el considerar esas diferencias como una fuente de gozo y de dinamismo individual y social. Vistas desde esta perspectiva, la manifestación y la presencia pública de diversas concepciones del mundo dejan de entenderse como peligro de disolución de las vinculaciones sociales para pasar a ser consideradas como una polifonía que facilita el surgimiento de una sociedad más libre porque apunta a una convivencia digna y gozosamente enriquecedora de las diversas culturas que constituyen nuestra America.
No es, por cierto, fortuito que este cambio del concepto de tolerancia al de interculturalidad se dé en nuestro tiempo, porque la actualidad es un horizonte de significación constituido por el desborde de las dimensiones institucionales de la modernidad, el debilitamiento de la capacidad vinculante de los discursos modernos, y la toma de la palabra por las diversidades para organizarse, contarnos su propia historia y expresar sus demandas territoriales, lingüísticas, organizativas, de autoría simbólica, de autogobierno, etc.
América Latina está hoy poblada por las diferencias. Por eso no es raro que la multiculturalidad y la interculturalidad sean puntos fundamentales, tal vez los más importantes, de la agenda académica, social y política de la actualidad .
Esta importancia la advertimos en múltiples eventos que están ocurriendo en nuestra región: constitución, fortalecimiento y presencia en el espacio público de organizaciones de pueblos nativos; nuevas leyes y reformas de Constituciones para recoger los derechos de dichos pueblos; experiencias y reformas educativas orientadas a fortalecer la Educación Intercultural Bilingüe; propuestas de formas de ciudadanía y de participación ciudadana diferenciadas; reconocimiento de derechos territoriales, lingüísticos y culturales de los pueblos indígena, etc. Resumo todos estos eventos en un par de frases: toma de la palabra por las diversidades y liberación de las diferencias. La primera llama la atención sobre el fenómeno mirándolo desde aquello que nos constituye, el lenguaje en cuanto horizonte de significación; la segunda se abre a un horizonte utópico que apunta a la convivencia digna y gozosa de las diversidades que nos pueblan.
Esta situación ha llevado y está llevando a no pocas instituciones, muchas de ellas de corte académico, a hacerse cargo de lo que está ocurriendo. Muestras de ello son la dación de leyes específicas por los congresos para regular el fenómeno, las múltiples experiencias de educación bilingüe intercultural que los ministerios de educación y de cultura y otros agentes educativos están desarrollando, la orientación de la cooperación internacional a apoyar la realización de esas experiencias y el intercambio entre ellas, y la creciente preocupación de la academia por dar cuenta del fenómeno, describiéndolo, analizándolo, explicándolo y hasta atreviéndose a pensarlo.
No quiero saturarlos de información, pero alguna es necesaria. Una revisión somera de la ya amplísima bibliografía sobre interculturalidad en nuestra región nos permite dar cuenta de algunos aspectos de este fenómeno.
La mayor preocupación por el tema se da en aquellos países que se saben enriquecidos con la presencia de varias culturas y atravesados por conflictos interculturales. Los temas sobre los que se desarrollan mayores reflexiones y prácticas son educación bilingüe intercultural, reformas educativas para dar cabida al principio interculturalidad, experiencias de inclusión educativa tanto en educación básica regular y alternativa como en educación superior, ciudadanía intercultural, autodeterminación, reforma del Estado para el desarrollo de diversas formas de participación ciudadana, derechos de los pueblos indígenas (lingüísticos, territoriales, de autoría de producción simbólica, de normas e ideas regulativas, etc.), conflictos interculturales, colonialidad del poder y del saber, participación indígena en las historias nacionales, reconstrucción de la memoria de los pueblos indígenas, mapas de lenguas, etc.
Las reflexiones giran en torno a preguntas como: ¿Qué replanteamientos teóricos y metodológicos presupone una educación ciudadana con enfoque intercultural?, ¿cómo hacer educación ciudadana en contextos de tradición comunitaria, sin caer en etnocentrismos?, ¿cómo lograr que la doctrina clásica de los derechos humanos adquiera legitimidad cultural en contextos distintos a aquel que le diera origen?, ¿qué innovaciones educativas y jurídicas es preciso realizar para que las personas de diversos horizontes culturales puedan encontrarle sentido al ejercicio de la ciudadanía desde sus propias cosmovisiones?, ¿qué podemos aprender de esas otras visiones del mundo para ampliar y reformular nuestra concepción de ciudadanía y derechos humanos?, ¿qué presupone el ejercicio de la ciudadanía y el diálogo intercultural en contextos asimétricos?, ¿es posible gestionar acordadamente la diversidad con ideologías, categorías teórico-prácticas y normas que son histórica y culturalmente particulares, pero se presentan como universales?, ¿el atenerse al principio interculturalidad va de la mano con el respeto a la autonomía, el autogobierno, la participación diferenciada en los asuntos públicos, la reforma del estado, etc.?, ¿exige el principio interculturalidad pasar por procesos de descolonización del poder y del saber?
Frente a estas preguntas -descartando a quienes ni siquiera se las plantean- hay quienes abordan el tema desde una perspectiva homogeneizadora y, por tanto, para incorporar a los excluidos al mundo oficial, ponen en práctica estrategias coercitivas o, en el mejor de los casos, acciones afirmativas de inclusión social a través, principalmente, de la educación. Pero hay también quienes abordan el tema desde una perspectiva crítica, es decir respetuosa de las diversidades y potencialmente liberadora. Las coincidencias entre estos últimos es manifiesta. Señalaré sólo algunas de ellas: buscan un mundo sin racismos ni discriminaciones, y piensan que las prácticas interculturales se inscriben ya en el camino hacia esa utopía; consideran que el principio interculturalidad no debe reducirse al ámbito de la cultura, sino proyectarse también al mundo macrosocial, porque la exclusión cultural va de la mano de la dominación política, social y económica; piensan que, para ser significativa, la educación debe estar culturalmente situada y, por tanto, tiene que partir de los saberes locales, reconocer la autoría indígena y asumir y reivindicar la propia historia e impartirse, al menos inicialmente, en la lengua materna; consideran que es necesario reformular la noción clásica de ciudadanía porque ella no recoge los derechos colectivos, tiende a la homogeneización confundiendo equidad con homogeneidad y reduce las diferencias culturales al ámbito de lo privado; creen que el concepto liberal de ciudadanía no posee legitimidad intercultural porque no responde a la demanda de los pueblos indígenas ni está enraizada en sus tradiciones; e interpretan los conflictos interculturales como expresión de una violencia simbólica que, a su vez, está relacionada con estructuras económicas y sociales de dominación.
Pero no todo son coincidencias entre quienes abordan el tema de la interculturalidad en perspectiva crítica. Hay también divergencias que, vistas positivamente, enriquecen el debate porque responden a contextos específicos de los diversos países de la región. En Bolivia y Ecuador, por ejemplo, el movimiento indígena se reafirma en la idea de que no es posible llevar a la práctica una ciudadanía incluyente de la diversidad sin, al mismo tiempo, cambiar las relaciones de poder y, concretamente, el modelo de Estado-nación, construyendo un Estado plurinacional que recoja las demandas culturales pero también las expectativas políticas y económicas de los pueblos. En México, se acentúa la oposición al sistema de dominación imperante y se propone el retorno al «arraigo territorial» o reapropiación del territorio, así como la recuperación de las formas de «democracia activa», propias de las comunidades indígenas. En el caso del Perú, según los estudiosos, los movimientos indígenas no plantean un cambio del modelo de Estado nacional como requisito para el ejercicio de una ciudadanía intercultural, sino la organización de una comunidad política que concilie los derechos individuales con los colectivos, permitiendo a todos participar en los beneficios políticos, económicos y culturales. Nicaragua apuesta por la creación de mecanismo y espacios de participación real en la gestión pública por parte de los pueblos indígenas, mientras que en Brasil las demandas del movimiento indígena están orientadas al reconocimiento de los territorios ancestrales y de la identidad étnica, y a la valoración de las lenguas indígenas.
Las instituciones que están desarrollando reflexiones y experiencias sobre interculturalidad están formando redes y organizando eventos para compartir información, visiones, estrategias y prácticas, contando frecuentemente con el apoyo de la cooperación internacional.
Pensar la diversidad
Por somera que pueda ser la revisión que acabo de hacer de la información sobre la interculturalidad, y a pesar de que no me he detenido, porque los considero más conocidos, en los actuales conflictos interculturales, que afligen pero también enriquecen el panorama político latinoamericano, es evidente que la interculturalidad forma parte de la actual agenda cultural, educativa, social, económica y política de nuestra región. Es más, a mi juicio, es precisamente el eje que articula muchos otros asuntos y, por tanto, el tema que más nos convoca al pensamiento, lo que, a mi entender, más merece que pensemos.
Una pregunta nos sale al paso de inmediato: ¿Cómo pensar América Latina en perspectiva intercultural? Pongo énfasis en pensar y no ya en conocer porque de lo que se trata no es de que nosotros, como sujetos, conozcamos o estudiemos un objeto, Latinoamérica, sino de pensarnos a nosotros como inmersos en una condición hermenéutica u horizonte de significación que está constituido por la presencia y el entrecruzamiento de voces diversas. Este evento no es, sin embargo, nuevo. Lo nuevo está en que esas voces, que son culturalmente diversas, han decidido tomar la palabra por sí mismas y nos convocan a que le prestemos oído atento, a que, por nuestra parte, nos hagamos cargo académica, ética y políticamente de la interculturalidad. Es decir, se ha constituido no una mezcla confusa de lenguajes, eso a lo que se suele llamar mestizaje, sino una fusión de horizontes de significación, poblada por lenguajes de contextos culturales diversos.
Este evento, constitutivo de nuestra actualidad, nos invita a que nos tomemos en serio la interculturalidad. Y tomarse en serio la interculturalidad nos enfrenta a retos para los que no tenemos respuesta si nos quedamos anclados en los lenguajes homogeneizantes a los que nos tienen acostumbrados la metafísica y la teología tradicionales, además de la ética, la juridicidad, la política, la estética y las ciencias modernas. Entre quienes se atreven a desprenderse de esos anclajes cunde el estado de perplejidad, pero este estado hay que entenderlo no ya como «confusión» frente a lo que es,»duda» frente al saber establecido o «indecisión» frente al hacer, sino como escucha atenta de la complejidad que nos envuelve, como voluntad de diálogo, como invitación a debilitar las seguridades de las racionalidades en uso y sus concretas expresiones en los dominios de la objetividad, la legitimidad, la representación simbólica y la praxis social. La escucha atenta de la complejidad no nos lleva a perdernos en la multiplicidad de lo que hay, sino a autocercionarnos, a saber que somos parte de una complejidad a la que no queremos emprobrecer reduciéndola a la unidad.
En el autoposeernos o tomar conciencia de que somos parte de esa complejidad está el primero de los retos que nos plantea una actualidad que sabemos constituida por múltiples lenguajes particulares. Uno de esos lenguajes es el nuestro, la lengua que hablamos y por la que somos hablados. Y digo que somos hablados por la lengua porque ésta no es solo un medio para comunicarnos con otros y hacer la experiencia del mundo, sino, además y principalmente, un ámbito proveedor de identidad. El autoposeernos significa, en primer lugar, tomar conciencia de que nuestra subjetividad es ya siempre intersubjetiva, de que somos fruto de una historia de entrecruzamiento de relaciones sociales mediadas por el lenguaje. El lenguaje es nuestra principal heredad, una heredad en la que se adensa el pasado de nuestro propio presente y que nos constituye sin determinarnos. Autodefinirnos desde el lenguaje es tanto como sabernos parte de una comunidad histórica a la que proveemos de dignidad cuando la traemos a la presencia no para hablar de ella, como hace la historiografía, sino para hablar con ella y darle densidad histórica a nuestro pensar la actualidad.
Pero autoposeernos desde nuestra propia habla histórica conlleva también aceptar que nuestra lengua es tan particular como cualquiera de las otras, y, por tanto, no está autorizada a erigirse en la lengua de la comunidad, rica en diversidades, a la que pertenecemos. En la aceptación del carácter solo particular de nuestra propia lengua está el segundo reto que nos plantea la actualidad. Un reto nada fácil de afrontar porque venimos de una historia de dominio idiomático y simbólico de una sola lengua. Y esta historia va de la mano del despojo a los otros de su principal heredad, sus lenguas, obligándolos no solo a comunicarse y a hacer la experiencia del mundo mediante otra lengua, sino a asumir la identidad de la que nosotros les proveemos desde nuestros propios recursos lingüísticos y culturales. No quiero dejar decir, a este respecto, que, después de quitarle a alguien la vida, el peor de los despojos es quitarle su propia lengua, porque es como dejarlo a la deriva, sin la seguridad de sentido de que le provee la lengua.
He comenzado por estas breves apuntes sobre la lengua porque la primera condición para pensarnos interculturalmente es asumir que nuestro horizonte de significación está constituido por diversas lenguas y que todas ellas, no importa cuán extendidas estén, son solo particulares.
La aceptación del carácter solo particular de la lengua lleva necesariamente a la consideración de que nuestra cultura es también particular. Tampoco este tercer reto que nos plantea la actualidad es fácil de afrontar. La cultura dominante a la que pertenecemos y por la que somos pertenecidos viene diciéndose y diciéndonos que son universalmente válidas sus expresiones en los dominios de la objetividad (la ciencia), de la legitimidad (el derecho y las normas éticas) y de la representación simbólica (la lengua y las artes), así como en los subsistemas sociales (la democracia representativa para la gestión macrosocial, la escuela para la producción y difusión de conocimientos, la ciudad para el ordenamiento territorial y poblacional, la industria para la producción de bienes y servicios, el mercado mediado por el dinero para el intercambio, el ejército y la policía permanentes para garantizar la seguridad y ejercer legalmente la violencia, etc.). Todo lo cual no queda sin consecuencias en la provisión y adopción de identidad. De hecho, adoptamos identidades abstractas, como la de ciudadano sin pertenencias culturales, o profesionales y ocupacionales, que son fruto de la interpelación de la que somos objeto por parte del Estado y de las estructuras y relaciones sociales.
De la suposición de que nuestra cultura es portadora de universalidad para toda la comunidad a la que pertenecemos se derivan no pocas consecuencias cognoscitivas, jurídicas, éticas, simbólicas, etc. Me fijaré sólo en una de ellas, por la importancia que tiene para pensar la interculturalidad. La historia que, a través de la historiografía, reconstruimos y contamos es nuestra propia historia, pero la llamamos historia nacional -como llamamos literatura nacional a nuestra propia historia literaria-, y hacemos que, a través de los sistemas educativos, los otros la asuman como si fuese su historia. Creemos que así contribuimos a construir homogeneidad y establecer vínculos entre las diversidades que nos pueblan, pero lo que conseguimos son sociedades débiles en vinculaciones profundas, valores compartidos, lealtades duraderas e identidades abiertas al reconocimiento del otro. Y esta debilidad societal se manifiesta en una red institucional tan sin anclajes que no consigue ordenar la vida ni normar la convivencia. La desatención manifiesta de los intereses colectivos, la informalidad que campea por doquier y el frecuente recurso a la violencia no son sino manifestaciones externas de problemas no resueltos e irresolubles ya en perspectiva homogeneizadora.
El comenzar a entendernos como hechura intersubjetiva y el aceptar el carácter particular de nuestra propia lengua y de nuestra propia cultura constituyen la condición necesaria, pero todavía no suficiente, para una convivencia digna y gozosamente enriquecedora de las diversidades que habitan el horizonte de significación de nuestra América. Si ese horizonte es el nuestro, si nuestro actual ser-en-el-mundo consiste en habitar contextos atravesados de diversas voces, igualmente dignas pero particulares todas ellas, este evento es de suyo una convocación al diálogo intercultural. Y no hay verdadero diálogo intercultural sin reconocer que cada cultura es la medida de sí misma, y sin aceptar, al mismo tiempo, que es en el ámbito de una comunicación intercultural abierta en donde cada cultura tiene la posibilidad de desplegar su plenitud significativa.
Que cada cultura sea la medida de sí misma significa que ninguna otra está autorizada para imponerle, desde fuera, su norma, su sentido y su destino. Porque todo pueblo necesita un contexto de «seguridad cultural» para que sus pobladores encuentren sentido y orientación a sus elecciones fundamentales. Ese contexto es un bien primario para la realización de la persona, y, por tanto, los poderes públicos están en la obligación de reconocerlo e incluso de facilitar su desarrollo.
Que las culturas sean valiosas porque son proveedoras de sentido no quiere decir, sin embargo, que tengan que permanecer encerradas en sí mismas. Cuando enfatizamos la importancia de reconocer el valor de las culturas, en nuestro caso, de las culturas no dominantes, no queremos decir que haya que practicar una especie de nostálgica operación de salvataje o de embellecimiento del atraso. A lo que apuntamos es al reconocimiento de las culturas como horizontes de significación imprescindibles para el despliegue pleno de la posibilidad humana. Y esa plenitud no se logra sino, por un lado, como diría Goethe, manteniendo una afinidad electiva con respecto a la propia cultura, entendiéndola como un horizonte de provisión de sentido que nos constituye sin determinarnos. Por eso, no nos corresponde obedecer a los mensajes que nos vienen del pasado, sino dialogar con ellos para darle dignidad al pasado y densidad histórica a nuestro pensar y gestionar el presente.
Pero, otro lado, esta actitud electiva con respecto a las propias tradicionales culturales es ya de suyo el ámbito propicio para la apertura al reconocimiento del otro en su diversidad, para un diálogo intercultural en el que cada cultura interviniente despliega el máximo de sus posibilidades de significación y de comunicación. Para ello, el diálogo tiene que superar su vieja condición de expediente para convencer argumentativamente al otro o establecer consensos en contextos libre de violencia. Más que de convencimientos racionales y de consensos, el diálogo intercultural está habitado por el respeto de los disensos y, sobre todo, por un sentirse hablado por el otro. En este diálogo, la interculturalidad deja de ser mirada como una herramienta de resolución de conflictos entre culturas para convertirse en una fusión de horizontes en el que, sin confundirse entre sí ni perderse unas en otras, las culturas despliegan la plenitud de sus posibilidades.
A esto es a lo que llamo convivencia digna, enriquecedora y gozosa de las diversidades. Digna, porque atribuye igual valor a todas las culturas; enriquecedora, porque ve en la comunicación de las diversidades una fuente de dinamismo individual y social; y gozosa, porque la apertura al otro es el ámbito más propicio para el desligue pleno de la posibilidad humana. Y en esa convivencia está, a mi ver, el horizonte utópico de nuestra actualidad. Pero por horizonte utópico no hay que entender ni un revivir nostálgico de paraísos supuestamente perdidos, al estilo de Moro, Campanella, Rousseau y de ciertos indigenismos, ni una meta a la que haya que llegar en el futuro, como quieren Bacon y los seguidores del optimismo racionalista o socialista. La utopía la entendemos aquí como una manera de caminar en el presente, como un modo digno, enriquecedor y gozoso de hacer la experiencia perceptiva, axiológica, ética, jurídica, simbólica, política y práctica de la actualidad.
En América Latina, la interculturalidad está siendo pensada desde diversas perspectivas: lingüística, pedagógica, literaria, artística, histórica, sociológica, antropológica, política, jurídica, culturalista, teológica, etc. Los científicos que trabajan el tema lo hacen no solo para recuperar los saberes y conocimientos de las poblaciones aborígenes, sino para gestionar responsablemente el medio ambiente y tratar cuerdamente la biodiversidad. Los filósofos se atienen, por lo general, a las posibilidades que para comprender la interculturalidad y comprometerse con ella ofrecen la filosofía de la liberación, la fenomenología y la hermenéutica, explorando, desde estas corrientes filosóficas, los dominios de la ontología y la epistemología, la ética y la juridicidad, la construcción de ciudadanía y la educación intercultural.
Unos y otros sabemos que no es nada fácil el tránsito de la comprensión de la interculturalidad a la gestión concreta de la convivencia de diversidades y a las prácticas interculturales en los campos del derecho, la política y la educación. Las preguntas siguen abiertas, porque estamos más hechos a construir homogeneidad que a gestionar acordadamente diversidad. Para construir homogeneidad disponemos de un amplio arsenal de herramientas teóricas y prácticas, pero tenemos serias dificultades para tratar temas como: constitución de estados multinacionales y poliétnicos, respeto del pluralismo cultural, establecimiento de vinculaciones profundas y lealtades duraderas en contextos interculturales, reconocimiento de derechos diferenciados (culturales, de autogobierno, de representación), tratamiento de los derechos colectivos y su relación con los derechos individuales, ejercicio de diversas formas de ciudadanía, desarrollo de saberes y sistemas simbólicos pertinentes, educación intercultural no atrapada por etnocentrismos, legalización y prácticas jurídicas y educativas de la pluralidad lingüística, adopción de identidades abiertas al diálogo, práctica de la equidad sin que conlleve homogeneidad, políticas de inclusión sin pérdida de las pertenencias culturales, establecimiento de concordancias éticas respetando nociones diversas de vida buena, etc.
No quiero terminar sin dejar planteada una pregunta: ¿Pueden pensarse estos temas, tomándose académica, política y éticamente en serio la interculturalidad, desde las formas establecidas de estado y sociedad o es necesario que nos embarquemos en una operación de gran envergadura en América Latina? Tengo para mí que es esto lo que más nos convoca al pensamiento, lo que más merece que pensemos.
Notas
(1) Tres libros me parecen particularmente importantes y sugerentes a este respecto. Algunas de las ideas y preguntas de las que doy cuenta en este artículo se inspiran en ellos, especialmente en el primero: 1) Alfaro, S., Ansión, J. y Tubino, F. (ed.). Ciudadanía inter-cultural. Conceptos y pedagogías desde América Latina. Lima: Fondo Editorial de la PUCP / Red Internacional de Estudios Interculturales RIDEI, 2008. 2) Pajuelo, R. y Sandoval, P. (comp..). Globalización y diversidad cultural. Una mirada desde América Latina. Lima: IEP, 2004; 3) Jáuregui, C.A. y Moraña, M. (ed.). Colonialidad y crítica en América Latina. Bases para un debate. Puebla: Universidad de las Américas Puebla / Carlos A. Jáuregui / Mabel Moraña, 2007.
Fuente: OEI