Interculturalidad en las aulas
CON este escrito me gustaría sumarme a las dos aportaciones que el diario DEIA ha incluido en sus páginas sobre el fenómeno de la interculturalidad en nuestras aulas. Dos interesantes artículos, uno de Amelia Barquin y otro de Kepa Otero, donde nos ofrecen un acertado enfoque y una llamada de atención, tanto a las personas que ejercemos la docencia, como a la sociedad en general.
Hay un error de partida al interpretar que hay dos mundos contrapuestos en el tema de la inmigración: uno el autóctono y otro el de «los emigrantes». Llevamos años trabajando en nuestros centros el concepto de la diversidad como un elemento importante en nuestra labor docente. En cambio, al colectivo de «los emigrantes», lo agrupamos en un único conjunto; sin pensar que su diversidad alcanza las mayores cuotas jamás imaginadas: vienen de distintos países, climas, con diferentes idiomas, culturas, diversas concepciones de la familia, comidas, sabores, olores… Por todo esto tratar el tema de la inmigración, o mejor el de la interculturalidad, como un porcentaje a distribuirse entre los centros educativos para diluirlo no es buena solución para un fenómeno que no va a ser transitorio. Quizás esté asomando el futuro del mundo educativo y de la sociedad.
Soy de los que piensa que este fenómeno de la interculturalidad está poniendo en evidencia la necesidad de modernizar y actualizar nuestro sistema educativo. Una concepción de la instrucción y la educación nacida al cobijo de la sociedad industrial hace más de cien años y que repite esquemas menos válidos ya en esta sociedad de la digitalización, de la comunicación, de la ruptura de fronteras, del euro… No quisiera ser excesivamente idealista ni olvidar que las adaptaciones de los sistemas educativos van por detrás de los cambios sociales, sabiendo que todas las readecuaciones son fruto del trabajo de años, e incluso de generaciones. Como bien dice la sabiduría popular, «con los bueyes que tenemos hemos de arar»; y es más práctico poner el ojo en lo posible o real que en lo ideal o utópico; aunque la utopía siempre forma parte del paisaje educativo.
Nuestros modelos lingüísticos han pasado, sobre todo en la enseñanza pública, a ser modelos sociales. Nacieron con voluntad de acuerdo y en un momento concreto de nuestra historia. Cumplieron su papel importante hace años y llevamos varios cursos escuchando su necesidad de superación. Sin embargo, parece que ésta no llega. La existencia de los modelos distorsiona el aprovechamiento del fenómeno de la interculturalidad. Los modelos lingüísticos son en la mayoría de los casos escudos protectores, exclusas de contención, ante esta nueva realidad y haciendo que allí donde existe modelo A, se aglutine la mayoría del alumnado recientemente llegado.
Aplicar el tema del reparto del alumnado en base a fríos números, porcentajes y cuotas sólo sirve para tranquilizar conciencias
Los dos planos perfectamente diferenciados de la enseñanza obligatoria, Primaria y Secundaria, también tienen su propia personalidad tanto en el tema de los modelos como en el referente al que estamos tratando de la interculturalidad. No es lo mismo un alumno o alumna que se reincorpore a nuestro sistema con cinco, siete o nueve años, que lo haga con doce, trece o quince años, en plena etapa de adolescente y donde sus anteriores vivencias y esquemas educacionales tienen un peso específico. Dicho de otra manera, una inmersión lingüística con cinco o siete años es factible, mientras que realizarla en plena adolescencia está encaminada a un fracaso escolar, por definir de alguna manera todo lo que puede acarrear ello consigo para la propia persona y para la propia sociedad.
Lo que está claro, como muy bien se decía en los otros dos artículos, es que los centros educativos son un reflejo claro de la realidad social. Y si queremos distorsionar el reflejo que la propia sociedad imprime en la escuela, no podremos llevar adelante nuestro propio proyecto educativo ni podremos mejorar la sociedad trabajando desde la escuela. Los centros educativos que recogemos alumnado de nuestro municipio, tenga el color que tenga la fotografía, es un reflejo de nuestro barrio o municipio, de su nivel económico, social, cultural… debemos participar con los otros agentes sociales que trabajan con ese alumnado: centro cultural, parroquia, club de fútbol, sociedades deportivas, ludoteca… En el fondo, estamos dando vueltas a la misma noria que gira sobre un eje que tiene dos colores: uno, que la escuela tiene que estar inmersa en su propia realidad social, y otro, que es necesario contar con todos los agentes sociales para realizar la tarea de la educación. Aplicado al tema del reparto del alumnado en base a números fríos, cuotas y porcentajes, sólo sirve para tranquilizar las conciencias de algunas personas pero para nada aporta oxígeno al mundo educativo. Un alumno, inmigrante o no inmigrante, vive en un entorno social, participa del mismo comercio, acude a los mismos centros recreativos o deportivos, reza en la misma iglesia, se divierte en la misma plaza y se cruza con sus compañeros de escuela en las aceras de la calle. Todo eso hace educación. Si consideramos que el centro escolar es un lugar para impartir conocimientos con independencia de dónde esté ubicado, aparte de no conseguir un buen tejido social, poco contribuiremos a extender el éxito escolar a toda la población.
Este planteamiento de revitalizar los centros escolares como proyectos socioeducativos es una apuesta moderna, con futuro, con visión constructiva de la sociedad y como elemento de mejora para las nuevas generaciones. Las todavía altas cifras de fracaso escolar, es más bien un fracaso social que la propia sociedad tendrá que presupuestar en dineros para atenderlos como ciudadanos de exclusión social en el futuro. La tarea educativa no es sólo de los docentes, en un recinto y con un horario concreto, es un trabajo de toda la sociedad. Llevamos años formando jóvenes en educación social, ¿cuál es su espacio de trabajo?, ¿por qué no participan en el sistema educativo como buenos profesionales preparados para ello?. Si sus «clientes» son nuestros propios alumnos y alumnas ¿por qué no trabajan conjuntamente con los docentes?
La educación obligatoria de un alumno durante la asistencia al centro escolar es de 1.050 horas por curso. Las mismas que las que ese alumno o alumna dedica a actividades lúdicas ante un tv, ordenador o deporte con los amigos. Es preciso ampliar el abanico educativo más allá de las horas obligatorias del llamado currículo. Por tanto la educación es algo compartido por muchos agentes sociales que debemos trabajar estando coordinados y en la misma dirección. Enlazando todo esto con que los centros docentes tienen la realidad de su municipio o de su barrio, debemos trabajar coordinados con otros estamentos sociales cuyos sujetos son nuestro propio alumnado. La interculturalidad está en los barrios, en los círculos sociales de los municipios y en el propio centro educativo. Cada uno tendrá que dotarla de mayor o menor intensidad en relación directa con la que exista en su propio entorno.
La buena pedagogía intercultural debe tener su personalidad en cada centro educativo. Los distintos proyectos que atiendan las necesidades del alumnado son la mejor herramienta para dar éxito a todo el alumnado. Proyectos dentro del aula, proyectos fuera del aula, en horario escolar o fuera de él… pero que den respuesta a esa realidad social, a esa masa social que es el alumnado. Repito que no es una labor exclusiva de los docentes, aunque llevemos el mayor peso de este trabajo.
Fuente: Deia