Los riesgos de exclusión en una sociedad mestiza. Todos somos catalanes
El reto es que los niños vivan en un entorno donde el origen de los padres no sea un lastre
El día 7 de octubre, la escritora Najat el Hachmi escribía en su columna habitual que a su hijo, a punto de cumplir los 10 años, le habían llamado por primera vez «moro de mierda» en la escuela. La escritora afirmaba que los años venideros serán los más difíciles dado que tendrá la tarea, nada fácil, de que su hijo siga creyendo que es de aquí tanto como cualquier otro.
Me gustaría hacer una reflexión en profundidad, que evidentemente no pretende agotar el tema, sobre esos años venideros.
Mi opinión es que el futuro de Catalunya (y en general de Europa) depende, en buena parte, de si somos capaces como sociedad de mirarnos y aceptarnos tal y como somos. O sea, una sociedad compleja, contradictoria, culturalmente diversa y cada vez más plurilingüe. Esta es una realidad que, a mi juicio, es rica y llena de potencialidades que deberíamos ser capaces de aprovechar.
Esa complejidad la ponen de manifiesto especialmente los catalanes (españoles, europeos, a gusto de cada cual) que en su día vinimos de otros lugares y, de forma mucho más evidente, nuestros hijos. Niños y niñas que en algunos casos tienen una fisonomía que rápidamente los delata (los rasgos distintivos y sus consecuencias de las que hablaba Najat el Hachmi) y otros que pasan más desapercibidos hasta que se sabe su nombre y/o, especialmente, uno de los apellidos o ambos.
La realidad (tozuda siempre) nos dice día tras día que las divisiones y clasificaciones en primer lugar ya no nos sirven para teorizar sobre nuestra sociedad actual. Tenemos que ir superando ya esa terminología que nos aprisiona y que nunca nos acaba de definir del todo. Inmigrantes, inmigrantes de segunda generación, choque de culturas, autóctonos, recién llegados, etcétera. Ninguno de esos conceptos, y otros muchos que se utilizan de forma reiterada, descifran la realidad que pretenden entender. Y se alejan especialmente de la realidad de los niños y niñas nacidos aquí e hijos de personas originarias de otros lugares, y que ya se sentían catalanas antes de asumir el difícil y apasionante rol de padres. Este es el caso, por ejemplo, de Najat el Hachmi y también el mío.
¿Qué puede hacerse, pues? En mi opinión, un primer paso que hay que dar, nada desdeñable, es aceptar esa realidad y asumirla. Mi trabajo de psicólogo y psicoterapeuta me ha enseñado que la aceptación de la realidad es el paso más importante y a menudo el más difícil para empezar a resolver el padecimiento psíquico que nos incomoda. Lo mismo pasa, y de forma mucho más acusada, con las sociedades. Analicen si no el discurso de la mayoría de partidos políticos (y ya no digamos ahora que se acercan las elecciones) y comprobarán las enormes resistencias que muestran a la hora de aceptar que la nuestra es una sociedad mestiza e identitariamente compleja.
Y que nadie me malinterprete. Esa realidad nos obliga a no bajar la guardia. Tal y como afirma el filósolfo Kwame Anthony Appiah, el respeto por la dignidad humana y la autonomía personal son más básicos que el amor cosmopolita por la variedad.
El reto no es solo enseñar a los niños que decir «moro de mierda» a los demás está mal. El reto, el más importante a mi parecer, es que esos niños, todos, vivan en una sociedad en la que el origen de los padres de algunos no sea un lastre del que se tengan que desprender o esconder.
Este origen tiene unas potencialidades que nos son necesarias como sociedad: los niños con una identidad múltiple (como por otra parte son todas las identidades), que ya desde la primera infancia viven con normalidad esta multiplicidad de lenguas, creencias, expresiones culturales, pueden estar mejor preparados para vivir en esta sociedad global del siglo XXI.
El sociólogo Manuel Castells distingue entre la «identidad resistencia» (posible salida de los actores sociales estigmatizados) y la «identidad proyecto» (actores sociales en busca de una identidad que redefina la sociedad). Una sociedad cerrada, reduccionista, discriminatoria, favorece que los niños susceptibles de ser estigmatizados enarbolen en un futuro la bandera de la resistencia y crean lo que algunos expertos definen como «identidad por antagonismo».
Aun así, la sociedad, como los individuos que la forman, está en permanente cambio. Y ningún cambio está exento de conflictos. Por lo tanto, lo más útil que podemos hacer por nuestros hijos es enseñarles que enfrentarse a las dificultades y resolver conflictos también les ayudará a ser más fuertes.
El origen, la orientación sexual, el peso, el tamaño, el fenotipo y un largo etcétera son motivos de exclusión social y de burla. El reto, por lo tanto, es doble: intentar combatir los prejuicios sociales (favoreciendo, como ya se ha dicho, la comprensión de la propia complejidad) y, a la vez, ayudar a nuestros hijos a no sucumbir al mal, al gran mal, a las heridas que van dejando en ellos cada experiencia de inferiorización y cada vivencia de exclusión.
Fuente: El Periódico de Catalunya