Educación intercultural y pueblo gitano
La Educación Intercultural y la escolarización del Pueblo Gitano han corrido paralelas en España desde la década de los 80 del siglo pasado. Analizarlas con la perspectiva de los últimos treinta años nos ayuda a examinar sus relaciones, influencias e interdependencias.
Podemos así repasar cómo la escolarización de las niñas y niños gitanos ayudó a impulsar la educación intercultural y qué características de ésta han favorecido buenas prácticas para el conjunto de nuestro alumnado y, en particular, para la comunidad gitana.
INTRODUCCIÓN
Comencemos por resaltar lo obvio: la escuela intercultural que queremos para el pueblo gitano es también la escuela que queremos para todos y todas. Una escuela intercultural, inclusiva, pública, laica, igualitaria y coeducativa es la escuela mejor, la que deseamos para toda nuestra sociedad. Es también la que merece la comunidad gitana.
En este artículo repasaremos brevemente, en primer lugar, cómo algunas de las características generales de la educación intercultural la hacen especialmente necesaria para trabajar con el pueblo gitano. En una segunda parte, destacaremos diversas consideraciones que se requieren, específicamente, a la escolarización del alumnado gitano y a la influencia que ha tenido en este proceso una escuela intercultural e inclusiva.
Conviene destacar antes de empezar que ambos aspectos tienen mucho que ver entre sí. Porque el ya largo camino de la educación intercultural en España sitúa sus comienzos, justamente, en la escolarización generalizada de la comunidad gitana, allá por la década de los 80 del siglo pasado. Y fue la reflexión sobre la diferencia cultural gitana que debía considerarse en la educación institucionalizada la que dio lugar a los seminarios, grupos de trabajo y publicaciones que utilizaron, por primera vez, el término intercultural para adjetivar sus propuestas.
Desde entonces han pasado ya más de tres décadas y han crecido cuantitativa y cualitativamente los debates: la consideración cultural del fenómeno migratorio, la diversidad sociocultural española, los fenómenos de homogeneización cultural, la sucesiva creación de terminología que diferenciara los enfoques teóricos… Al paso de los años, paradójicamente, la comunidad gitana ha perdido presencia en el debate teórico y, al tiempo, también ha decrecido su peso relativo en propuestas prácticas (experiencias, materiales curriculares, unidades didácticas…).
Ahora bien, hoy, con mayor y mejor perspectiva, podemos constatar qué aspectos ayudaron a conformar y caracterizar una propuesta educativa intercultural para todos los alumnos y alumnas y cuáles han ayudado, en particular, al pueblo gitano.
¿No le parece una obviedad, a estas alturas, hablar de diversidad cultural en la sociedad?
Aquí y ahora nadie duda ya de que la escuela del siglo xxi debe añadir un nuevo objetivo a sus propósitos: educar para vivir en sociedades plurales, diversas, multiculturales. No se discute ya, al menos retóricamente, la necesidad de reconocer la diversidad cultural y de preguntarse por el modo en que ésta debe ser tratada desde una perspectiva educativa. Ahora bien, si todo el mundo habla de multiculturalidad (y lo hace desde posiciones ideológicas y políticas diversas, incluso antagónicas), no es posible que todo el mundo hable de lo mismo. O, al menos, que todo el mundo pretenda el mismo proyecto social y educativo para el tratamiento de la diversidad cultural. Por lo tanto, conviene apresurarse a analizar (y denunciar en su caso) el enfoque ideológico desde el cual se realizan las propuestas, no sea que, bajo la retórica políticamente correcta del discurso, se escondan los modelos asimiladores de toda la vida (Hannoun, 1992).
Pero es que ni siquiera estamos de acuerdo en la consideración que merece tal diversidad cultural. Son muchos los que, abiertamente o de manera encubierta, respaldan la tesis de que la diversidad cultural, la multiculturalidad, es perjudicial, motivo de conl icto, amenaza para la cohesión social.
Señalemos pues un primer punto de partida: no sólo no hay consenso con respecto a la interculturalidad (en tanto que proyecto social y político) sino que tampoco hay acuerdo en cuanto a la deseabilidad de la multiculturalidad (en tanto que característica de nuestras sociedades).
¿A qué se refiere?
Nuestras sociedades son multiculturales, cierto. Pero también lo es que nunca fueron tan iguales. Nunca en la historia hubo tal cantidad de productos culturales que, atravesando todas las fronteras del planeta, establecieran parecidos modos de divertirse, de vestir, de comprar, de relacionarse, esto es, estilos de vida, cultura. El debate de la globalización, además de su manii esta dimensión económica, pone en evidencia cómo nuestras sociedades se ven afectadas por parecidas inl uencias de préstamo e interacción cultural y como a menudo estas devienen procesos de uniformización cultural (Berger, 2002; Gimeno, 2002; Giroux y McClaren, 1998; Warnier, 2002; Verdú, 2003). Este es un proceso que afecta a todos los grupos culturales presentes en un contexto social pero, de manera peculiar, a los grupos minoritarios y/o minorizados. Para el caso de la comunidad gitana conviene tenerlo especialmente en cuenta ya que, a menudo, los procesos de cambio cultural que ha protagonizado no se derivan necesariamente de la interacción grupo a grupo, sino de estos otros agentes de cambio de carácter global.
Consecuentemente, es necesario reconsiderar el concepto de “contexto cultural” y entender que ahora está sometido a inl uencias que van más allá del ámbito de lo local. Y así, el proceso de enculturación se encuentra mediado por poderosos mecanismos de difusión de productos culturales que los hacen llegar a todos los rincones del planeta. Tenemos pues planteado el debate de la multiculturalidad social desde esta aparente paradoja. Por una parte, la constatación de la diversidad cultural como una característica con creciente importancia en nuestra sociedad. Por otra, los fenómenos de globalización económica y social que, entre otras consecuencias, aceleran los procesos de homogeneización cultural a lo largo y ancho del planeta.
En mi opinión, una propuesta adecuada de educación intercultural debe partir del análisis de esta doble vertiente. Y así, sus objetivos de educar para vivir en contextos heterogéneos, crear cohesión social desde la pluralidad, construir comunidad desde la diversidad e identitaria, deben entenderse inscritos en ese contexto complejo y contradictorio.
¿Diferenciaría, entonces, educación intercultural de atención a la diversidad?
¡Por supuesto! La educación intercultural no es la educación para “los diferentes”, sean estos gitanos, inmigrantes, extranjeros… Ni siquiera es la adición sucesiva de todo lo anterior; o la atención específica de las diversas necesidades (culturales o no) de los grupos en presencia, identificados como “diferentes”.
La educación intercultural debe huir de una concepción estrecha, focalizada a la detección y atención de esta “diversidad”. Es por el contrario, una propuesta global: pretende, por encima de todo, ser una educación de calidad para todos, que haga de la diversidad y de la desigualdad el centro de gravedad de sus propuestas.
Así entendida, la educación intercultural debería encargarse de:
• Organizar experiencias de socialización basadas en valores de igualdad, reciprocidad, cooperación, integración.
• Utilizar la diversidad cultural como instrumento de aprendizaje social.
• Dotar a los alumnos de destrezas de análisis, valoración y crítica de la cultura.
• Educar en el compromiso contra el uso de la diferencia y la diversidad como factores de discriminación y/o de desigualdad.
Educar desde una perspectiva intercultural debe ayudar, al i n, a que las personas sean capaces de entender “el valor y el sentido de los inl ujos explícitos o latentes que está recibiendo en su desarrollo, como consecuencia de su participación en la compleja vida cultural de su comunidad” (Pérez A., 2000:18).
¿Significa esto que cuando hablamos de interculturalidad, hablamos en realidad de un proceso social y educativo deseable?
En efecto: la educación intercultural debe apoyarse en tres premisas fundamentales: una concepción diversa y compleja de la diversidad cultural, una comprensión cambiante y adaptativa de la cultura y la apuesta por apreciar la realidad social y cultural como un valor positivo. Aplicaremos el término intercultural para designar la naturaleza de ese proceso social y educativo deseable. No cabe duda de que, en relación a otros ámbitos sociales (el trabajo, la vivienda, la vida social…), los centros escolares son lugares privilegiados del encuentro de esta diversidad cultural. En las escuelas podemos ejercer un cierto control del modo en que se produce el tratamiento de lo cultural, de la forma en que organizamos la vida social de nuestros alumnos en este microcosmos particular que es un centro educativo. Y, en este sentido, la educación intercultural tiene dimensiones éticas e ideológicas evidentes.
Es por eso por lo que las propuestas que la Educación Intercultural presenta en el ámbito escolar no pueden reducirse a programas concretos de actuación puntual, ni a actividades esporádicas desvinculadas del desarrollo curricular ordinario. Por el contrario, el planteamiento de la educación intercultural plantea actuaciones globales que deben concretarse en contenidos que afectan a la vida del centro escolar en su conjunto. ¿Cuáles?
Veamos tres posibles ámbitos de actuación:
1) Entender la multiculturalidad. Es decir, analizar y conocer el contexto cultural en el que el centro proyecta su trabajo (los grupos socioculturales en contacto, los factores que condicionan su relaciones, los rasgos que caracterizan sus culturas, los agentes que afectan a la vida social cultural del entorno…).
2) Vivir la multiculturalidad. Es decir, posibilitar la vivencia y la expresión de la propia diferencia cultural y/o de la identidad. Y también promover los estilos metodológicos que potencien la interacción, la comunicación, la cooperación, el intercambio… cuidando la forma en que estos se producen. Dicho de otro modo, educar en un gestión democrática de la vida escolar (la implicación, la participación efectiva, la gestión democrática del conflicto…)
3) Comprometerse a favor de la diversidad y contra la desigualdad. Porque lo actitudinal debe desprenderse de forma natural de los apartados anteriores: conocer para entender, vivir para aceptar y… actuar. La vivencia de la diversidad debe acercarnos a entender la injusticia de la desigualdad y, en consecuencia, al compromiso ante los fenómenos de discriminación, marginación, racismo…
Pensando más concretamente en la comunidad gitana, ¿qué propuestas podría hacer para la implantación de ese proceso intercultural?
Creo que podríamos hacer seis propuestas básicas que sirvieran para un enfoque global de la interculturalidad. Pero también cualquiera de ellas adquiere un matiz e importancia especiales para la comunidad gitana. Vamos a repasarlas desde esa óptica.
Debe advertirse que estos enfoques, que sin duda han signii cado desarrollos en la concepción teórica de la interculturalidad y también han impulsado prácticas y experiencias, han supuesto sin embargo, con frecuencia, perspectivas minoritarias y, por tanto, con escasa capacidad de influencia.
a) Hacer patente que la diversidad social y cultural es un hecho natural.
Lo decíamos al principio: la nuestra es una sociedad compleja, cambiante, diversa. Parece indiscutible que vivimos en un mundo plural y que conviene hacer de esta circunstancia un motivo educativo. Pero a menudo centramos nuestra atención en la reflexión sobre la diferencia y el diferente: sus necesidades, la consideración que merece, las medidas que requiere… Y, ciertamente, estas son atenciones necesarias.
Sin embargo, conviene no apresurarse y detenerse un segundo antes en un previo, aquel que nos facilita el primer argumento para hacer educación intercultural: la diversidad es consustancial a la sociedad, es una característica intrínseca de la comunidad, es, por así decirlo, natural.
Por aparentemente homogénea que parezca una comunidad, tiene siempre un cierto grado de heterogeneidad cultural interna, de intracultura. Hay que cuestionar (por falso y a menudo interesado) el planteamiento basado en una presunta homogeneidad de los grupos culturales. Ni la sociedad receptora es homogénea ni lo son los grupos culturales que la conforman. Esta manera de plantear las relaciones entre grupos acaba generando una dinámica nosotros-ellos que sesga interesadamente el análisis de las relaciones interculturales.
En la escuela podemos hacer evidente esta diversidad interna cotidianamente, vivenciarla y utilizarla para educar en la comprensión de la pluralidad como hecho natural. Asumir con naturalidad la diversidad sociocultural es un objetivo central de la educación intercultural. El primer paso para integrarse positivamente en una comunidad (y para favorecer y ayudar a la integración del otro) es aceptar esta desde su doble dimensión: como ente y como suma de individuos, esto es, en su unicidad y en su diversidad. Soy yo en tanto que veo reconocida mi individualidad, soy miembro del grupo en tanto veo reflejada en la comunidad esta particularidad mía. La aceptación simbólica y afectiva de los diferentes elementos que componen el grupo (y, en definitiva, su inserción) se favorece por una concepción de la comunidad intrínsecamente plural.
Esta es una perspectiva que hay que considerar muy importante para la comunidad gitana. Aunque parece muy retórica, es la que nos ayuda a establecer el enfoque adecuado: lo gitano debe considerarse un elemento más del análisis de la diversidad. Sabemos ya, porque han pasado varias décadas y conocemos experiencias bien diversas, que los programas que mejor han ayudado a intervenir, desde una perspectiva intercultural con alumnado gitano son aquellos que han interpretado su peculiaridad y la han incorporado a programas globales de intervención. Y, por el contrario, sabemos de las dificultades y de los efectos contraproducentes que generan las intervenciones donde se plantea una intervención específica, dirigida a resaltar una sola dimensión de la diversidad, la de la comunidad que se percibe como diferente, situando al resto en una dialéctica de ellos/as-nosotros/as.
b) Evidenciar que la diversidad social y cultural es un hecho complejo.
Así pues, la diversidad sociocultural caracteriza nuestra sociedad. Ahora bien, ¿cuál es esta diversidad? ¿Cómo la percibimos? ¿En qué medida nos sentimos parte de ella? Hay diferentes respuestas a estas preguntas y cada una de ellas favorece o dii culta las posibilidades de una verdadera educación intercultural en la medida en que nos acerca o nos aleja de la cuestión, nos hace actores o espectadores de tal diversidad cultural.
Ya hemos comentado anteriormente una primera manera de concebir la diversidad sociocultural de la comunidad, aquella que entiende que el asunto nos implica a todos y todas. Aquella que explica la conformación cultural de nuestra comunidad a partir de la diversidad que todos aportamos y por la acción de agentes culturales muy poderosos que nos influyen a todos, independientemente del grupo cultural al que pertenecemos: la economía, los media, los productos culturales… La mundialización económica, la intercomunicación global ha hecho que el consumo de productos culturales, de estilos de ocio, de cultura, en definitiva, atraviesan fronteras y culturas.
Para entender lo que somos (en tanto que comunidad y en tanto que sujetos culturales) hay que analizar estos factores además de la dinámica de interacción entre grupos culturales diferentes (Steinberg y Kincheloe, 2000).
Desde esta perspectiva se han elaborado propuestas de educación intercultural que ponen el acento al considerar aspectos de cambio y de interacción cultural derivados de estos agentes.
Sin embargo, hay una restricción muy frecuente a esta conceptualización de la multiculturalidad que consiste en reducir ésta a la presencia física de lo que denominamos grupos culturales minoritarios y al centrarla en el contraste de sus diferencias con una presunta cultura mayoritaria homogénea.
¿Quiere decir que seguimos centrándonos más en las diferencias que en lo que compartimos?
Sí: focalizar el análisis hacia “el diferente” (su adaptación, su incorporación, el impacto de su presencia…) y obviar la necesidad de un verdadero análisis cultural global donde todos y todas nos sentimos concernidos, es una opción poco saludable.. En dei nitiva, nuestra conciencia cultural nace de la toma de conciencia de la diferencia, “lo intercultural es constitutivo de lo cultural” (Todorov, 1988).
Pero aún podemos añadir una segunda restricción a la conceptualización de la diversidad sociocultural, la que se rei ere al tipo de sujetos que son percibidos, aquellos que constituyen la presencia física de diferentes. Esta percepción, que denominaremos etnii cación de la diversidad, centra la explicación de los diferentes vinculada al factor étnico-racial, esto es, centrándola en aquellos colectivos que aportan una diversidad visible (comunidad gitana, inmigrantes extranjeros -magrebís, africanos subsaharianos…).
Evidentemente, nuestra constitución sociocultural es más amplia, más compleja, más rica; y no se conforma sustancialmente por “lo étnico”. Poco importa que, incluso cuantitativamente sea fácil mostrar el inferior peso especíi co de estos inmigrantes étnicos: lo cierto es que acaba teniendo mucha más importancia en la representación simbólica de lo que signii ca ser diferente y ser inmigrante (por otro lado, resulta sospechoso observar cómo, desacreditada la variable raza, la etnicidad se ha constituido en su peligroso eufemismo). Lamentablemente, esta es una concepción muy acomodada en la mentalidad de buena parte de nuestra sociedad y abundan los ejemplos (en los medios de comunicación, libros de texto…) que la refuerzan y consolidan (Calvo, T. 1989, Grupo Eleuterio Quintanilla 1998, ICE-UAB 1991, Lluch, X. 2003).
¿Se refiere al peligro de equiparar diversidad con deficiencia?
No sólo pero la etnii cación de la diversidad se agudiza aún más en una tercera restricción que se nutre de la asociación que se establece entre el inmigrante étnico y su estatus económico. Y así se hacen más “visibles” aquellos que se encuentran en contextos socioeconómicos de deprivación, de marginalidad. Se produce así una mayor restricción del concepto diversidad así como una deformación perversa: la identii cación diversidad -problematicidad, diferencia- dei ciencia. Una identii cación interesada y que tiene mucho que ver con la ideología que, sirviéndose de la diversidad, acaba naturalizando, justii cando y legitimando la desigualdad (San Román, 1992).
Hemos comentado estas restricciones en la percepción de la diversidad porque entendemos que esta percepción inl uye decisivamente en la manera en que se concibe la educación intercultural. En dei nitiva, condiciona el terreno de juego donde esta debe producirse. Cada una de las sucesivas acotaciones a la concepción de diversidad implica no solo una cuestión de cantidad de los actores implicados sino más bien de diferente conceptualización de la acción educativa, de diversidad en el establecimiento de los objetivos que debería asumir una educación para la integración y cohesión social.
Ya hemos dicho que la educación intercultural necesita una concepción compleja de la diversidad cultural, donde todos y todas formamos parte, donde todos y todas somos agentes de cambio y de intercambio cultural, donde todos y todas somos sujetos en la conformación de la comunidad.
Y lo hacemos así porque entendemos que una concepción restrictiva de la multiculturalidad conduce a un modelo negativo. Centrar la cuestión en “los otros”, los diferentes (y como hemos visto, percibiéndolos a menudo desde la variable étnica) induce a una intervención muy sesgada, tangencial, dedicada fundamentalmente a la adaptación, la compensación de aquellos-que-han-de integrarse (en la acepción más temible del término integración).
Se trata así de una intervención parcial, frecuentemente contaminada de conl ictividad, orientada en la práctica a procurar los procedimientos, los apoyos y los recursos técnicos necesarios para “resolver” la situación de determinados colectivos. Confundir una parte con el todo no sólo desenfoca el análisis sino que, consecuentemente, acaba coni gurando otro significado: desde esta posición, la educación intercultural únicamente compete a contextos concretos. Desgraciadamente, ésta es una concepción muy común, presente a menudo en propuestas de las administraciones educativas y en el pensamiento pedagógico de buena parte del profesorado (Lluch y Salinas 1997, Lluch 2003). Lo diremos de nuevo con mayor énfasis: justo ésta es la concepción que no interesa a la comunidad gitana. Si el enfoque que orienta los programas de intervención es así, resultará inevitable que “lo gitano” acabe contaminado de los clichés de pobreza, marginalidad y/o simplificación estereotipada que, con frecuencia, perviven en nuestra sociedad.
¿Se trata por lo tanto de educar en una visión positiva de la diversidad social y cultural?
¡Por supuesto! Partimos de estas dos premisas: la diversidad es un hecho intrínseco a las sociedades y nosotros (todos y todas) formamos parte de la diversidad. Reconocer la diversidad y reconocerse como parte de ella son requisitos necesarios pero no sui cientes para mover a una actitud positiva hacia a la diversidad sociocultural. Hay que construir esta percepción, hay que educar para una visión social positiva de la composición plural de nuestra sociedad. Una apreciación que haga de la diversidad, más que un hecho inevitable, una realidad deseable.
Hay, ciertamente, un discurso retórico de positivación de la diversidad sociocultural. Se trata habitualmente de una representación amable, desprovista de conflicto, constituyente de un mensaje de concordia y felicidad intercultural. Una representación no problemática, que al mismo tiempo que alianza las diferencias (a menudo racializadas), esconde el debate ideológico que subyace a las relaciones entre los grupos; un tipo de “representación que combina el pluralismo con una llamada despolitizada a la armonía y la paz mundiales” (Giroux, 1996).
Y este discurso convive al mismo tiempo con otro, aparentemente contradictorio, con el que establece una combinación coherente y ei caz. Se trata de una concepción que sistemáticamente desacredita, devalúa, problematiza el “diferente”. Un diferente (“étnico”, inmigrante, extranjero) que se presenta directamente vinculado a situaciones connotadas negativamente: bien en un mundo de pobreza y marginación, bien en situaciones de conflicto/violencia, bien simultáneamente en ambos.
En definitiva, esta representación acaba generando una percepción del contacto intercultural como perjudicial, desintegrador de las culturas implicadas, amenazador de la cultura de la sociedad receptora. Son muchos los ejemplos que, cotidianamente, podemos encontrar a los media (y quizá ya va siendo hora de pedir cuentas a los medios de comunicación de masas por el papel que juegan en la difusión de esta ideología legitimadora de las políticas duras hacia los inmigrantes).
A menudo acaba construyendo una ideología que dei ende la imposibilidad de una convivencia pacífica ante la diferencia cultural de los otros, una nueva versión de los argumentos más conocidos del reavivado discurso neofascista y neorracista.
¿No es eso contradictorio?
Resulta una combinación ei caz y perversa: por una parte, una concepción general retórica positiva, un reconocimiento formal de la diversidad, políticamente correcto, que acalla la mala conciencia y atenúa el debate; por otra, una realidad de dureza hacia los diferentes, una ideología del sentido común que problematiza el otro. Ambos conviven y hacen posible la asunción de una realidad contradictoria: los valores retóricos y los valores de uso hacia a la diversidad.
Y ésta es una actitud que se plantea también a pequeña escala, cuando sobre el alumno/a, pongamos gitano, se proyecta este doble discurso de aceptación retórica y, al mismo tiempo, de problematización cotidiana, incomprensión y rechazo (Abajo, J.E. 1997).
Ante esta situación, necesitamos educar en una visión social positiva de la diversidad. Pero debe ser una visión contextualizada. Una percepción que, denuncie las políticas que problematizan la diversidad y, por ejemplo, aporte datos para contradecir el discurso que fundamenta esta problematización.
Para que haya integración y cohesión social debe haber una percepción social positiva de esta diversidad, debemos creer en su “deseabilidad”. Hay que difundir y publicitar los argumentos sociológicos y antropológicos que avalan la tesis de que una sociedad multicultural es una sociedad mejor, que su heterogeneidad y su diversifiación permite mayores posibilidades de innovación, de creatividad y de adaptación a los cambios sociales. Tenemos sui cientes ejemplos históricos. Y tenemos también ejemplos cotidianos en el arte, la música, el deporte… Habrá que divulgarlos y hacer con ellos pedagogía para creernos colectivamente el valor intrínseco de una sociedad plural.
¿Se trataría, entonces de facilitar una vivencia no problemática de la identidad?
Para que una persona intente un proceso de incorporación e integración al grupo debe creer que este proceso es posible. Debe sentir que su afirmación (en tanto que individuo y en tanto que perteneciente a un grupo cultural) no es un inconveniente, no genera rechazo. Esta percepción no consiste en un cálculo frío de posibilidades sino más bien en una vivencia, en una percepción fundamentalmente afectiva. Y también, a la inversa: el individuo no ai rma su diferencia como instrumento positivo de su identidad si no es aceptada y reconocida por los otros (Camilleri, 1985).
En la escuela podemos trabajar para asegurar que el individuo sienta esta aceptación y reconocimiento. Y lo podemos hacer garantizando que la expresión y la vivencia de lo identitario sea un hecho natural, no problemático. Se trata de que este proceso de expresión y ai rmación identitaria devenga cotidiano, natural; y así sea experimentado en dos direcciones, tanto por el individuo como por el grupo.
En cuanto al individuo, podemos emplear los elementos que componen la denominada cultura simbólica (símbolos, productos culturales: música, arte, estética; tradiciones y rituales…) ya que son enormemente útiles para convocar y ai anzar la identidad. No en vano lo simbólico evoca y reconstruye un mundo de referentes culturales, de valores (Mèlich, 1996). Bien podemos utilizarlo para expresar un mensaje de acogida efectiva y también de reconocimiento público, de legitimación de sus rasgos culturales: aquellos que los convocan y los ai rman. Hay buenos materiales de educación intercultural que nos pueden servir para esta tarea. Fueron especialmente importantes para el pueblo gitano aquellos que se elaboraron en los principios de su escolarización generalizada, allá por los años 80 del ya siglo pasado. De ellos conservamos ejemplos notables, aunque muchos otros no tuvieron posibilidad de ser editados y divulgados sui cientemente. Todos ellos, aunque ahora no parezcan pertinentes sino como material complementario, tuvieron entonces la valiosa virtud de legitimar simbólicamente y de hecho la cultura gitana en las escuelas, situándola con la legitimidad, el estatus y la dignidad curricular que merecían (ADARRA 1988, VV.AA. 1989).
En cuanto al grupo, podemos aprovechar esta circunstancia para vivir con normalidad este universo simbólico diverso: conocerlo, entenderlo y alejar percepciones empapadas de desconi anza, recelo y/o ignorancia.
Así entendido, la vivencia de la identidad actúa en ambos casos (tanto al individuo como al grupo) favoreciendo una relación afectiva positiva, potenciando las posibilidades de una comunidad que incorpora e integra. No hay duda de que este aspecto de la aceptación y la afectividad ha tenido gran importancia en las experiencias positivas de escolarización de la comunidad gitana (Abajo, J.E. 1997, Abajo J.E. y Carrasco, S. 2004). Uno de los objetivos centrales e la educación intercultural tiene que ver con organizar un contexto educativo donde las interacciones sean igualitarias.
¿Qué opina al respecto?
Sí, de hecho a menudo se habla de la educación intercultural con esta dei nición de consenso: la que organiza procesos educativos, marcos de socialización basados en la igualdad, la reciprocidad, la cooperación, la integración. Es decir, aquel proceso que genera análisis e interacción cultural en condiciones de igualdad. Esta calidad de los intercambios entre los grupos que componen una comunidad signii ca un paso adelante con respecto a lo que hemos hablado hasta ahora. Además de concebirnos como diversos, de manifestar un reconocimiento formal del otro y facilitar su expresión simbólica, hay que organizar un marco de relaciones basado en el igualitarismo.
No es sui ciente con ser aceptado formalmente. Conocemos numerosos programas de educación intercultural que no han producido una integración efectiva de los diferentes grupos culturales en la comunidad porque se han quedado solamente en este reconocimiento formal y retórico.
Y es que solamente somos aceptados, de hecho, en la medida en que vivimos al grupo y sentimos que podemos participar con garantía de derechos. Es decir, participar propiamente: tener capacidad de opinar, de influir, de decidir, de tomar y pedir responsabilidades.
Educar para una convivencia colectiva necesita de la participación y de la implicación porque sólo así podemos generar los valores que hacen posible un espacio escolar integrado e integrador. Y eso no es incompatible con lo respeto e incluso la estimulación de aquello que cada grupo considera su patrimonio cultural.
No cabe duda de que, en relación a otros ámbitos sociales (mundo laboral, político, asociativo…), los centros educativos son ámbitos privilegiados para lograr una participación real de todos y todas. Frente a la asimetría de relaciones en aquellos entornos, en la escuela sí podemos hacer realidad un cierto equilibrio en las relaciones entre los miembros del grupo ya que podemos regular las condiciones en las que se establecen los intercambios y las interacciones. Y podemos entrenar y entrenarnos a configurar entre todos este marco de relaciones, estas reglas de juego.
Sabemos que estas actitudes y destrezas solamente se aprenden y se consolidan poniéndolas en práctica, haciéndolas posibles en marcos reales o simulados donde puedan ejercerse de manera regular. También sabemos que los/las alumnos construyen una percepción de la realidad social en función, entre otras, de sus experiencias escolares. Solamente educaremos en una perspectiva intercultural si la escuela lo es al mismo tiempo.
¿No corremos el riesgo de caer en cierto relativismo cultural?
Este es el tema: hay que recordar que educación intercultural no signii ca relativismo cultural. Si hay, de verdad, participación igualitaria y respetuosa podemos analizar críticamente las culturas (todas, también la nuestra) y señalar aquellos aspectos culturales (no los grupos, ni las culturas) con los que no estamos de acuerdo. Tenemos el derecho y la obligación de expresar aquellos aspectos de la cultura que no nos gustan. Más aún: deberíamos exigirnos la autocrítica cultural como ejercicio necesario. También, por qué no, la crítica cultural del otro. Ahora bien, habrá que hacerlo cuando se ha garantizado su aceptación incondicional en tanto que persona, y se han establecido condiciones de igualdad en el debate del conl icto. Sin embargo, con frecuencia, el análisis y la crítica cultural se ha hecho en un sólo sentido: examinando el diferente, evaluando su distancia en relación a la presunta cultura mayoritaria, valorando sus “posibilidades de adaptación” y los obstáculos que su cultura podría plantear en ese proceso. Así las cosas, no es extraño que los miembros de esos grupos culturales, por ejemplo gitanos y gitanas, no participen en este proceso de forma natural y pongan en práctica diversas estrategias de retraimiento, negándose al intercambio cultural o, incluso, ocultando o encubriendo su gitanidad.
Habla de valorar la diversidad y de denunciar la desigualdad. ¿Podría desarrollar algo más esta idea?
En nuestro país, la educación intercultural nace vinculada a la educación compensatoria. El tema de la multiculturalidad, al menos en su vertiente más estrictamente educativa, y más aún escolar, nace muy vinculado a dos circunstancias. La primera de ellas, como ya hemos mencionado, se produce en la década de los 80 a raíz del proceso de escolarización generalizada del alumnado gitano. La segunda, entrada la década de los 90 y ya en el siglo XXI, con la escolarización del alumnado inmigrante extranjero.
Es conveniente preguntarse por la razón que ha provocado que sean estos colectivos de docentes, y no otros, los que hayan desarrollado más pronto las primeras propuestas interculturales. Parece evidente que es en estos contextos donde, con mayor claridad, se evidencia la desconexión entre cultura escolar y las culturas vividas del alumnado; la ausencia de sintonía cultural, la falta de representatividad de sus elementos culturales en el currículum, las menguadas posibilidades de construcción de su identidad cultural en un medio percibido (y en muchas ocasiones constatado) como agresivo y/o hostil. El hecho de que las primeras propuestas pedagógicas de atención a la pluralidad cultural, se hayan generado desde los colectivos de maestros y maestras que trabajan con poblaciones escolares en situaciones de fuerte deprivación socioeconómica (inmigrantes, gitanos), además de su diferencia cultural ha generado a menudo una identificación entre el trabajo de ambos ámbitos: el de la multiculturalidad y la de la compensación.
Ciertamente, buena parte del alumnado, además de su especificidad cultural, vivía (vive) en condiciones que requerían algún tipo de tratamiento compensador (vivienda, higiene, habilidades sociales, competencia lingüística…) Sin embargo, aunque ambos deban ser tratamientos simultáneos, hay que discernir que pertenecen a ámbitos distintos.
Porque si no se distinguen, posteriormente, se produce la identificación entre diferencia y dei ciencia. Y se percibe la vivencia de su diferencia como una dificultad, un obstáculo, un hándicap. Así, sancionar la diferencia cultural como dei ciencia, es una consecuencia lógica de entender que los grupos están más o menos dotados en razón de su cultura y, por lo tanto, algunos de ellos son susceptibles de ser ayudados a superar sus “dei ciencias culturales”, o su pretendido “bajo nivel cultural”.
Algunos materiales curriculares han mostrado claramente esta identificación, especialmente evidente en algunos materiales sobre cultura gitana. Cabe destacar aquí los estudios de en relación al tratamiento educativo de la cultura gitana y el proceso que promueve la perversa transferencia de convertir en rasgos culturales las características, maneras de ser, que provienen de la marginalidad, de la pobreza (San Román, T. 1997).
Así pues, es imprescindible apostar con claridad por la diversidad y desvelar la identificación interesada entre diferencia y dei ciencia. Pero, aún es necesario un paso más: evidenciar la naturaleza política de los conflictos presuntamente culturales. Porque son muchos los ejemplos de situaciones que, presentándose como conflictos étnicos, raciales, religiosos o interculturales se revelan después del análisis, como situaciones generadas lisa y llanamente por la pobreza o la injusticia (Delgado, 1998). Deberíamos hacer de ellos un motivo de análisis y, en su caso, de denuncia. Muy a menudo quienes planifican programas de acción comunitaria deben invertir tiempo y esfuerzos para hacer ver a los ciudadanos que las medidas e intervenciones previstas responden a necesidades coyunturales de la comunidad y no han sido generadas por tal o cual grupo cultural. Hay que desenmascarar este nuevo racismo culturalista que sitúa en el centro de la polémica el factor cultural, y que con frecuencia hace de él el motor y explicación del conflicto. Parece obvio que para este neorracismo excluyente resulta útil generar una cierta “descalificación cultural” de los diferentes. Una descalificación que, en último término, justicia y legitima los procesos de marginación. O simplemente avala la tesis de la problematicidad de la multiculturalidad y su inconveniencia.
Y más aún: se acaba configurando una percepción de la realidad social donde la desigualdad se asume como natural, ocultando los intereses a los que responde, encubriendo las implicaciones políticas que se manifiestan en las relaciones de dominación (Grignon, 1993).
Pues bien, seguramente, si somos capaces de educarnos en el análisis de estas situaciones y desvelamos su naturaleza política y económica favoreceremos la comprensión del hecho y enfocaremos más certeramente la cuestión: mejorar la existencia de las personas (esto es, sus condiciones de vida: sanidad, trabajo, vivienda, educación) es la mejor garantía de generar una mayor y mejor relación entre los grupos que componen la sociedad.
Es la mejor manera de “crear comunidad”. Es más, resultaría peligroso separar el debate sobre la diversidad cultural del debate sobre la lucha contra la marginación y la desigualdad. Porque si aumentan las desigualdades y se enturbian y superponen a la adscripción “étnico-cultural”, se estorban dei nitivamente las posibilidades de una comunidad cohesionada e integradora (Martiniello, 1998).
¿Podríamos sacar conclusiones del trabajo en interculturalidad con el Pueblo Gitano a lo largo de estas dos décadas?
Pues, para empezar, ya no puede decirse aquello que apuntaban los textos de final de siglo pasado que, al hablar de la educación intercultural en España, aludían a la falta de perspectiva histórica, la ausencia de literatura pedagógica propia, la indefinición de los modelos teóricos, el batiburrillo terminológico de los enfoques (multi, pluri, interculturalidad)… Todas eran razones que, en diversa medida, avalaban una cierta incertidumbre a la hora de apostar por los modelos, las características de los programas, los enfoques más adecuados.
Ahora, sin embargo, ya podemos atrevernos a aseverar con alguna certeza que hemos aprendido lo que sirve y, sobre todo, lo que no sirve en educación intercultural y, específicamente, en la atención intercultural e inclusiva de la comunidad gitana.
De lo dicho anteriormente pueden deducirse diversas consideraciones que, brevemente, resumiremos como orientaciones para la acción:
• Todos los centros deberían desarrollar una perspectiva intercultural e inclusiva. Es muy negativa la percepción de diferente estatus de los centros en función de la composición de su alumnado y los prejuicios que se proyectan sobre el mismo. Las políticas de concentración del alumnado (por ejemplo, gitano) consolidan y refuerzan esa percepción.
El doble sistema educativo escuela pública – escuela privada (sea ésta concertada o no) colabora, consolida y a menudo legitima la diferenciación social. La realidad que conocemos es el enorme desequilibrio en el reparto de la población gitana, mayoritariamente en la escuela pública (se calcula que sólo entre el 7 y el 10% del alumnado gitano está en la escuela privada).
• Hay que intervenir desde una perspectiva intercultural con el alumnado gitano y considerar su cultura como un factor importante en su escolarización, pero debe hacerse siempre que esa intervención forme parte de un planteamiento global, donde se considere a todo el alumnado en su conjunto.
• La educación intercultural es una propuesta de centro. No debe concebirse como un conjunto de programas específicos, dirigidos solamente a un grupo cultural, por ejemplo, a la población gitana.
Sabemos que los buenos itinerarios de escolarización de la población gitana han surgido fundamentalmente en centros y aulas no segregados. Las intervenciones especíi cas segregadas, aún con un carácter transitorio, no ayudan a la inclusión y a la normalización escolar.
• Los proyectos educativos interculturales deben incorporar una perspectiva comunitaria donde la relación con la comunidad educativa estimule la comunicación y la participación.
Para el caso de la comunidad gitana este factor es constatado como uno de los que facilitan el éxito escolar: apoyo familiar, buena relación con el centro y sus profesionales, expectativa familiar positiva sobre el propio hecho de la escolarización.
• Es necesario analizar la multiculturalidad del contexto y las relaciones e intercambios que en él se producen. En este análisis debe considerarse la cultura gitana como un factor más.
• Debe evitarse focalizar la atención sobre una de la diversidades del contexto o, más aún, establecer una dialéctica nosotros/as-ellos/as; por ejemplo payos-gitanos.
• Debemos procurar a nuestros alumnos/as ejemplos de la realidad social que muestren elementos culturales comunes, independientemente del grupo identitario al que cada cual se adscriba. Los alumnos y alumnas gitanos necesitan compartir aspectos culturales que les acerquen a otros compañeros/as, sin renunciar por ello a su sentimiento identitario. Sentirse “uno más” se ha constatado como uno de los factores más decisivos en la continuidad escolar del alumnado gitano.
• Son necesarios materiales curriculares elaborados desde una perspectiva intercultural donde la cultura gitana aparezca como una perspectiva más.
Estos materiales deben ayudar a nuestro alumnado a explicar la vida social desde diversas miradas culturales, cuestionando visiones estándar y procurando una comprensión más compleja y más rica de la realidad. Es fundamental que, en estos materiales curriculares (libros de texto, unidades didácticas, experiencias…) la aportación del alumnado gitano pueda establecerse en igualdad, sin sobredimensionar su importancia, ni ignorar su valor.
Estos materiales curriculares deben proponer un desarrollo transversal de la interculturalidad, incorporándola de forma regular y cotidiana (en los contenidos, la organización, la metodología…).
• Debemos educar a todos nuestros alumnos/as para conocer y entender la cultura de los otros y, al mismo tiempo, explicar la inconveniencia de los clichés, estereotipos, etiquetas.
• Es necesario mostrar la variedad y heterogeneidad interna de las culturas, evitando una explicación estática de la cultura, basada en las esencias y la pureza. La comunidad gitana es diversa. Las variables de género, edad, formación, economía, geografía… como en cualquier otro grupo humano, generan intracultura, heterogeneidad cultural interna. Es muy importante mostrar esta característica en el caso de la comunidad gitana para evitar la tentación de una concepción esencialista y estática de su cultura.
• Debemos educar a nuestros alumnos y alumnas para analizar y entender los procesos de cambio cultural. Todos los grupos humanos utilizan su cultura en un proceso adaptativo y cambiante. También el pueblo gitano. Debemos mostrar este proceso como algo habitual, que no atenta a la identidad y que, por tanto, debe asumirse como natural.
• Hay que promover la expresión de los elementos identitarios y facilitar una seguridad afectiva, de aceptación. Ser gitano/a en la escuela no puede percibirse como inconveniente. Muchos de los fracasos en la escolarización de niños gitanos/as han tenido más que ver con una inadecuada sensibilidad y afectividad que con el tratamiento de tal o cual aspecto cultural.
Suele destacarse en los estudios sobre éxito escolar del alumnado gitano la presencia de un clima escolar integrador, con una buena socialización y expectativas positivas.
Debemos mostrar a nuestros alumnos y alumnas ejemplos de situaciones de discriminación y desigualdad en nuestra sociedad. Ayudarles en su análisis y promover su compromiso ante situaciones de injusticia permite reforzar la cohesión del grupo.
• Debemos incardinar la intervención educativa en planes integrales. Naturalmente, esta propuesta desborda el contenido de este apartado, pues va más allá de orientaciones que sea propias de la educación intercultural. Ahora bien, sabemos que las posibilidades del éxito escolar y continuidad en la escolarización de una parte del alumnado gitano tienen que ver con la relación entre una buena educación intercultural e inclusiva y la intervención para atender sus necesidades y dificultades económicas, de vivienda, sanidad, marginalidad…
Pueden indicarse aquí toda una relación de recursos que, desde esta perspectiva, complementarían la intervención educativa: sensibilización y ayuda para una escolarización temprana en Educación Infantil, programas y equipos de seguimiento extraescolares, servicios y programas de mediación, acompañamiento en las transiciones entre etapas (Infantil-Primaria-Secundaria), política de becas y ayudas (comedor, material escolar), potenciación de los programas de educación de la población adulta, implicación del movimiento asociativo gitano…
Preguntarse por las posibilidades de la educación intercultural para con el pueblo gitano es, en realidad, cuestionar la propia capacidad de la institución escolar para cuidar la socialización de en una sociedad diversa. Y las grandes preguntas a que nos aboca el debate sobre la multiculturalidad suponen también un estremecimiento de los cimientos de la escuela.
Si la educación intercultural nos ayuda a crear una escuela inclusiva e integradora, esto es, la mejor escuela para los niños y niñas gitanas, será también la mejor escuela para todos y todas.
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Fuente: Orientaciones para la práctica de la educación intercultural. Red Escuelas Interculturales