El mundo al revés: imágenes de la Mujer Indígena
Por Maruja Barrig
Introducción
UNO
Capítulo 1 Sucios, macabros e inferiores
Capítulo 2 Hágase en mí según tu palabra: el servicio doméstico
Capítulo 3 Las iluminadas
Capítulo 4 Y cómo evitar la culpa: los arreglos familiares
DOS
Capítulo 5 El color de los mitos
Capítulo 6 Resistirá por siempre al invasor
Capítulo 7 Los indígenas no quieren serlo (basta con las mujeres) Y final (¿es posible concluir?)
Bibliografía
¿Qué tienen que decir sobre la mujer indígena en el Perú las feministas y los operadores de proyectos rurales de desarrollo? Un grupo en Lima ylas principales ciudades del litoral del país, y el otro asentado en zonas sobre los 3.000 metros a nivel del mar, ambas colectividades supuestamente hermanadas por su amplia preocupación por el bienestar de la mujer pese a las distancias geográficas. Pero no de cualquier mujer, sino de la indígena andina cuya imagen oscila, en las representaciones de los criollos, entre la sonriente cholita de mejillas con rubor y flores en su sombrero de fieltro, y la india cansada, empobrecida y de mirada torva frente a los ojos ajenos. Entre ambos extremos, no obstante, emerge otra figura recreada por los indigenistas, la de una mujer andina que se yergue altiva y sabia, inconmovible y férrea en la defensa de las tradiciones culturales de los Andes, una imagen tan poderosa y perdurable como el Reino de los Incas.
Mi propuesta de investigación, sometida al Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales en 1999, pretendía responder a una curiosidad y a una preocupación, ambas inquietudes difíciles de conciliar, como se verá en las siguientes páginas. La curiosidad obedecía a una suerte de incursión personal en el pasado; se trataba de indagar las causas de las omisiones de las feministas de la década de 1970 respecto a las mujeres de zonas rurales andinas ¿Cómo así, a diferencia de las feministas del Ecuador y Bolivia, las peruanas no habíamos logrado hilvanar un par de ideas coherentes sobre la realidad de estas mujeres ni decodificar la parafernalia de interpretaciones ritualizadas que suelen escucharse en la academia y en las instituciones de promoción del desarrollo sobre ellas? ¿Será quizá porque, al igual que en el caso de la relación entre las feministas (blancas) y sus sirvientas (negras) en el Brasil, el servicio doméstico depositado sobre los hombros de una mujer andina habría abonado también en el Perú lo que la investigadora brasileña Sandra Azeredo calificó de “conspiración del silencio”?
¿Cómo podíamos convivir las feministas, quienes nos preciamos de una sensibilidad exacerbada respecto de la situación de postración de las mujeres, Introducción con una criada, generalmente de procedencia andina, que en la condiciones laborales urbanas se coloca en el último peldaño del prestigio social?
Mi curiosidad iba más allá del mundo feminista, y se extendía también a otras mujeres y hogares: a los espacios segmentados de sus casas, donde el cotidiano es compartido con una mujer ajena, como la empleada doméstica, cuyo desfasamiento de la familia para la cual trabaja se marca porque viste un uniforme, por el tipo de habitación que ocupa, en el uso de elevadores para “la gente” y para el servicio en los edificios residenciales, e incluso en los autos, pues si la patrona lo conduce, la criada viaja atrás. ¿Qué había en la base de esa segregación? Personalmente, el racismo me ha parecido una respuesta fácil a estas y otras preguntas que se han ido acumulando en los últimos tiempos en la región andina, principalmente desde las efemérides de los 500 años del descubrimiento de América. Al igual que el machismo, las palabras concluyentes pueden terminar por no explicar nada. Más aún, sin ignorar los racistas epítetos que se escuchan a diario en las calles limeñas sobre los “indios de porquería”, los “cholos que nos invaden” y los “negros tal por cual”, suelo disentir de quienes no incorporan en sus análisis sobre el racismo importantes señales de cambio entre los migrantes andinos en la ciudad, especialmente en la forma como el espacio urbano ha comenzado a ser apropiado y reelaborado por ellos, y en el cierto orgullo con que estos “nuevos limeños”, como los bautizó el sociólogo Gonzalo Portocarrero, se están liberando de esa tutela condescendiente que suele victimizarlos.
Así que concluir en el racismo como sentimiento también compartido por las feministas limeñas a modo de explicación para esta omisión respecto de las indígenas de la sierra y las andinas del servicio doméstico, no era suficiente. Al plantear la pregunta en mi propuesta a CLACSO, intuí algunas respuestas. Habiendo sido yo misma activista del movimiento feminista de los años 1970, estaba consciente de la ausencia de ese interés entre nosotras, y tenía la hipótesis de que nuestra militancia política -en la izquierda primero y en el feminismo después- había oscurecido, si existió, una franja de duda respecto de la validez de nuestras propuestas, tributarias de la Ilustración. Ciertas verdades, que ofrecen una visión empaquetada del mundo, no cobijan particularidades. Desde “el” partido
– cualquiera que fuera, maoísta, trotskista o simplemente leninista- tuvimos la convicción de la bondad universal de nuestros postulados; después, en nuestros colectivos feministas, no cupo sospecha de la monolítica y generalizada existencia del patriarcado que oprimía a todas las mujeres por igual.
Aunque, claro, estas hipótesis no bastaban para entender la incomodidad con la cual muchas veces lidiábamos con la culpa agazapada de contar con servicio doméstico. Las primeras mujeres enroladas en el activismo feminista de la década de 1970 teníamos casi un mismo perfil: sectores medios, formación universitaria en humanidades, compromiso con la izquierda, mayoritariamente limeñas. Compartíamos también una cierta endogamia capitalina, ese aire de familia tan proclive en los “viejos limeños” que enarbolaban como un blasón lo que en realidad era un parroquialismo de la Lima que se resistía a ceder territorio a los migrantes andinos en los años de 1960. Fuimos socializadas con las constantes alusiones a una “invasión” de los Andes que iba cambiando el rostro de la ciudad, y también con la presencia del servicio doméstico en las casas, criadas que estaban ahí “desde que una abría el ojo”, como lo recordó una feminista entrevistada para este libro. Fue entonces difícil, desde el ideario de la igualdad de las mujeres, desandar los pasos en la búsqueda de nuevas formas de relación con las andinas/empleadas. El giro, para quien lo dio, fue complicado. Hubo que lidiar con ideas sedimentadas en el país criollo sobre los indios, imagen corroída por la desconfianza y el temor, aunque sus aristas más afiladas hubieran comenzado a limarse antes, con nuestra militancia en la izquierda y/o en la Teología de la Liberación. Pero a medida que mi investigación fue avanzando, me di cuenta que había cometido un error: la sirvienta (indígena) de los años 1950 y 1960 en Lima, no era la empleada del hogar (chola) de las décadas de 1980 y 1990. Los pueblos de procedencia de las criadas se estaban d e s a n d i n i z a n d o, por llamar de alguna manera a los cambios que comenzaron a producirse en pueblos de la serranía hace treinta años, y las migrantes a d e s i n d i g e n i z a r s e como resultado de la educación y un mayor contacto con las costumbres urbanas. Como lo recordó una feminista a quien entrevisté para este estudio, nuestra relación con las domésticas fue con las cholas, con este símbolo de tránsito y de síntesis entre dos realidades y dos mundos. Si las ideas anteriores respondían a mi curiosidad, la preocupación a la que aludí líneas arriba tenía que ver con mi experiencia de más de diez años como consultora, principalmente de organizaciones no gubernamentales de desarrollo, evaluando proyectos, asesorando al personal para la “incorporación de la perspectiva de género” en los programas, y organizando talleres para funcionarios, hombres y mujeres, de lo que en la jerga se conoce como “planificación con perspectiva de género”. Cuando una o más de estas actividades eran realizadas con instituciones que operaban en pueblos rurales andinos de Perú, Bolivia y E c u a d o r, tarde o temprano aparecían reparos entre los profesionales, generalmente hombres, que mostraban su escepticismo respecto de la validez de las relaciones de género como categoría analítica en los Andes. Los argumentos en los que dichos reparos se apoyaban eran varios: hombres y mujeres trabajan por igual en su parcela; son las esposas las que administran los recursos de la familia; no importa que ellas no participen en las asambleas comunales, pues tienen más poder al influir en sus parejas; en la cosmovisión andina no existen relaciones de subordinación sino de complementariedad entre los sexos.