Los hijos de la inmigración
A pesar de que no hablamos demasiado de ello, una mirada a los grandes retos de los niños y de los jóvenes de nuestro país (la pobreza infantil, el abandono prematuro del sistema educativo, el paro y la precariedad laboral) inevitablemente termina teñido por los orígenes de sus padres. No es que la crisis y los problemas sociales previos no afecten a los ciudadanos de origen autóctono, sino que estas heridas golpean más a las familias y sus hijos llegados del extranjero durante la década prodigiosa.
Una mirada de este tipo puede provocar que se busquen explicaciones de esta vulnerabilidad de las familias recién llegadas en aspectos culturales y religiosos, identitarios en definitiva. Y no se puede negar que estas cuestiones tienen su trascendencia, especialmente si pensamos en la cuestión del conocimiento efectivo de las lenguas del país, clave en el éxito escolar y laboral. Pero estaría bien no errar el tiro: son fundamentalmente las condiciones sociolaboralesde los padres lo que explican la mayor vulnerabilidad de los hijos. También lo es la debilidad del modelo del Estado del Bienestar que hemos construido entre todos y que no ha priorizado las políticas de apoyo a las familias, a la infancia y la juventud. Unas políticas débiles de apoyo a la familia y la infancia que no compensan ni corrigen suficientemente el efecto de la herencia de las condiciones socioeconómicas entre generaciones, aún menos durante esta crisis, que ha destruido miles de empresas y cientos de miles de puestos de trabajo, incrementando la precariedad y la desigualdad.
No es éste un tema catalán sólo, claro.
Esta es una cuestión fundamental en el debate europeo sobre las denominadas «segundas generaciones». El incumplimiento de las promesas del Estado del Bienestar a los hijos de la inmigración y la consecuente fractura social que se ha creado, ha provocado la fractura de las sociedades europeas. Aquí es donde debemos buscar las respuestas a la preocupación legítima sobre la integración de la inmigración.
Es cierto que durante estos años de la crisis, muchos hemos respirado tranquilos en la medida que en Catalunya los impactos del incremento del paro, las desigualdades y la pobreza no han sido acompañados de reacciones racistas o xenófobas o de enfrentamientos comunitarios significativos. Es cierto que hace cuatro años la extrema derecha alcanzó una cierta penetración municipal, pero hoy no parece que pueda consolidar posiciones y menos crecer en la perspectiva de las elecciones del próximo mes de mayo. Los fantasmas que recorren el resto de Europa parecen no haber arraigado entre nosotros. Como supo expresar muy bien hace unos días Joaquín Arango, hemos sido duramente castigados por la crisis, pero hemos sido inmunes a la xenofobia.
Leer el artículo completo de Carles Campuzano en El Diario.