Tras las bombas, los menores refugiados afrontan las mafias
La presencia de seis mocetones de mejillas hirsutas en la colorida tienda de campaña que sirve de sala de juegos a los niños refugiados chirría como un sinsentido. Pero los hombretones son chavales argelinos, de entre 15 y 17 años, todos ellos vecinos del mismo barrio de Constantina, al noreste del país. Han llegado hasta Idomeni en grupo, en un viaje de dos meses, para buscarse la vida en Europa. A diferencia de los refugiados y otros migrantes adultos, estos chicos cuentan con protección oficial y, sobre todo, de las ONG que operan en el campamento. La rama local de la organización Save the Children cifra en 26.000 el número de menores no acompañados que llegaron el año pasado a Europa; la mayoría de ellos a través de Grecia. “El más pequeño que hemos tenido era un niño sirio de 12 años. Ahora está en un centro de menores”, explica Iota Gatsi, de Save the Children. El preocupante informe de Europol sobre la desaparición de 10.000 niños que viajaban solos ha disparado las alertas, pero parece que en Grecia están bien localizados.
El procedimiento de urgencia cuando se detecta algún caso funciona, asegura la trabajadora humanitaria. “Se hace cargo de ellos la policía, los identifica y los somete a exámenes médicos forenses, mientras nosotros solicitamos plaza en los albergues más próximos”, añade Gatsi. “Hay que señalar que pese a la crisis económica que ha dejado en el chasis la mayoría de servicios sociales, la protección al menor todavía funciona. Una vez en el refugio, reciben comida, papeles y asistencia psicológica y pueden quedarse todo el tiempo que quieran”
En el mismo rincón —es la única zona de juegos del campamento, donde dos críos sirios se disputan un balón y unas niñas dibujan infinitas casas en ruinas y tiendas de campaña—, Ussama y su amigo Emin, ambos de 17 años y de Casablanca, se muestran preocupados por su futuro inmediato. “Nos han dicho que tenemos que ir unos días a la cárcel”, protestan. “No, a una comisaría para que os identifiquen y os registren”, les tranquiliza Gatsi. “Es que estamos desesperados, llevamos ya tres días aquí y ahora encima nos llevan a la policía”, refunfuñan mientras Ussama muestra en su móvil imágenes de una habitación cochambrosa, con sanitarios inutilizables y colchonetas en el suelo. El joven marroquí asegura que se las envió un conocido, también menor, desde una comisaría cercana en la que pasó varios días.
Pero ni Ussama ni su amigo se arredran ante una estancia en una comisaría de una localidad perdida al norte de Grecia. Llevan mucho detrás como para sentirse intimidados por la suciedad de cuatro paredes. Ambos no van a parar hasta llegar a Italia y Francia, donde viven sendos hermanos suyos. “En el primer barco que cogimos en Izmir [Turquía] para cruzar a Lesbos había gente armada a bordo, los smugglers [traficantes]. Ese barco volcó nada más zarpar, pero a nosotros nos rescataron. Otros murieron”, cuenta tranquilamente Emin.
Leer el artículo completo en El País.