Jóvenes sin hogar en Valencia
«¿Pero qué haces aquí si al otro lado se juega La Liga? ¡Estás perdiendo el tiempo! Mira, si te asomas un poco a la costa puedes escuchar los gritos del estadio, ¡el Barça está jugando ahí, donde está tu sitio!», le dijeron a Manuel (nombre ficticio) al poco tiempo de llegar a Marruecos desde su Camerún natal, antes de emprender su viaje más amargo. Tiene solo 19 años y la experiencia vital de un hombre de 60. Dejó su casa a los 16 persiguiendo el mismo sueño que muchos otros chavales africanos, el de convertirse en una figura del balón como su compatriota Samuel Eto’o, pero la cruda realidad destrozó gran parte de sus ilusiones.
La oportunidad de correr como un negro para vivir como un blanco no llega con un simple chasquido de dedos. Nadie se lo tuvo que explicar, lo entendió solo, a la fuerza, sin casa ni familia, a base de mazazos tan grandes como su resiliencia. «Cuando voy a la playa en invierno y las olas crecen y crecen hasta hacerse grandes no puedo aguantar allí ni cinco minutos. He estado dentro de eso. Dentro de un sueño, pero un sueño malo», cuenta el joven. Fue tiroteado, vio gente morir y pasó mucho miedo siendo sólo un crío. A pesar de todo lo que ha sufrido derrocha positivismo. Irradia bondad y buenas vibraciones. Es extrovertido y sensato. Confiesa que todavía no está preparado para dar la cara aunque sí para narrar algo de su dura historia. Un relato que pone los pelos de punta al escucharlo en primera persona a pesar de que, por desgracia, no pille de nuevas. Son las memorias de un chico afectado por el complicado fenómeno del ‘sinhogarismo’ en Valencia, que tiene su raíz en la desigualdad económica, la exclusión social, la falta de acceso a derechos básicos y la invisibilidad de las personas que lo sufren (alrededor de 31.000 en España).
Hijo de un chófer de autobús maltratador y de una madre coraje, Manuel pasó toda su infancia y parte de su adolescencia en un centro de formación para futbolistas en Yaundé, la capital camerunesa. Permaneció interno desde los 8 hasta los 15 años, hasta que su viejo dejó de pagar la cuota: «En mi casa había mucha violencia y nadie que cuidara de mí. Mi madre tuvo que aguantar mucho. No me di cuenta de lo que realmente hacía mi padre con ella hasta que vi todo lo que pasa aquí con las mujeres, cómo denuncian la violencia de género y reivindican sus derechos. Entonces me dije: «¡Hostia, en mi país estamos bajo tierra!»». No aguantó más. Metió las botas de tacos y algo de ropa en una mochila y se fue de casa. Aquel día se despidió de su madre como si fueran a verse de nuevo a la hora de cenar. Lo hizo de lejos, sin beso ni abrazo porque la mujer tenía las manos llenas de harina de amasar pan. Eso le reconcome. Han pasado más de tres años de aquel «hasta luego» tan frío.
Y así, en secreto, puso rumbo a Marruecos junto a un amigo que también quería triunfar con la pelota en los pies. Eligieron ese destino porque ofrece mejores infraestructuras deportivas que Mali o Costa de Marfil, cunas de los futbolistas más talentosos del continente africano. Manuel ya había disputado torneos en Francia y Tailandia y sabía que si con 16 años ningún club había llamado a su puerta debía ser él quien buscara su suerte. Sin embargo, las cosas se torcieron. A pesar de que su compañero tenía un contacto en el país que les buscó un equipo para darse a conocer no percibían un céntimo y había que comer. Sólo encontraron miseria: «Llegas donde pensabas jugar y al final lo que te espera es otra cosa. Tienes que trabajar para ganarte el sustento».
Leer el artículo completo en Las Provincias.