El ser humano frente al algoritmo: por qué el futuro necesita más Artes y Humanidades
Llevan toda la vida luchando contra el estigma de la inutilidad, pero es justo ahora, en la antesala de la revolución robótica que viene, cuando más que nunca, parecen haberse quedado fuera de sitio. Son todos esos alumnos que hoy se manchan las manos de arcilla, que repasan declinaciones en latín o estudian las crónicas de Herodoto y que –todavía– sostienen la temeraria idea de vivir de eso.
En pleno debate sobre el futuro del trabajo, ya hay quien ve los estudios en Artes y Humanidades como piezas de coleccionismo, un ejemplar exótico al borde de la extinción. Por ejemplo en Japón, donde el Gobierno ha recomendado a sus universidades que cierren estas carreras y se centren en otras “más prácticas”.
“En casi todas las naciones del mundo se están erradicando las materias relacionadas con las Artes y Humanidades, concebidas como ornamentos inútiles”, advirtió en 2016 la filósofa norteamericana Martha Nussbaum. En particular, alertaba sobre EEUU donde, arrinconadas por el fervor tecnológico, estas disciplinas habían perdido casi el 10% de licenciados.
“La historia de las Humanidades ha sufrido varias crisis desde los años 60”, reconoce Jordi Ibáñez Fanés, autor de El reverso de la historia: apuntes sobre las humanidades en tiempos de crisis. “Pero ahora es un reproche distinto. Se les acusa de no ser productivas, de ser algo superfluo”. Y esa imagen se ha hecho fuerte a raíz de otra crisis, la económica.
En el caso de Europa, Artes y Humanidades sigue siendo la cuarta rama más escogida (el 12,3% de los alumnos optan por estas carreras), después de Ciencias Sociales, Ingeniería y Medicina. Aun así, grados como Filología Clásica o Geografía empiezan a cerrar en algunas facultades por no ser “rentables”.
“Tenemos más dificultades para conseguir financiación”, admite Juan Antonio Perles, decano de Filosofía y Letras de la Universidad de Málaga. “Para los gobiernos, los campos de ingeniería son más interesantes a nivel de rendimiento”. Él es uno de los 420 catedráticos y responsables de universidades que acaban de firmar un manifiesto en defensa de las Humanidades. Una carta desesperada para pedir que el progreso les indulte.
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