“Hay que colgarlos”. La ciudad contra los niños rebeldes
El texto que sigue, se escribe desde la rabia antirracista. Desde la frustración de comprender que los barómetros de la violencia “soportable” en esta sociedad aceptan que la juventud migrante atravesada por la explotación de la administración y de la calle sea tachada de violenta y peligrosa, mientras que puede sostener – y justificar- sin un atisbo de duda, esa misma violencia por parte de sus instituciones. En parte, es a esa reflexión que nos invitaba Enrique de Castro cuando escribió ¿Hay que colgarlos? Una experiencia sobre marginación y poder.
Recuerdo que caminaba una pareja de turistas por la calle Ferrán, en pleno ajetreo de un atardecer invernal de la zona de consumo de la ciudad de Barcelona. Eran las seis de la tarde. Él tenía pelo moreno y era apuesto. Mediría 1’90 aproximadamente y era corpulento, de complexión fuerte. Ella rubia; elegante y de estilo conservador en la vestimenta.
Les rondaban dos chavales. Uno más atrevido que el otro. Iban juntos aunque el segundo caminaba un poquito por detrás. Los dos eran unos retacos. El más piezas bailaba al rededor de la pareja como un saltimbanqui. Tenía una actitud desafiante, un tanto chulesca. Se ponía de lado, les hacía un saltito; luego una pirueta por delante que casi les obligaba a ralentizar el paso. Rápidamente les rodeaba y se colocaba atrás y otra vez un saltito. El chaval movía los brazos gesticulando alrededor de los cuerpos de los turistas a una distancia justa como para no tocarles pero parecer que lo hiciera. Y así avanzaban en medio del ajetreo; “juntos” y revueltos, hacia la plaza Sant Jaume. Era una escena inquietante. Cualquiera pensaría que de un momento a otro, uno de los dos le metería un revés niño que lo lanzaría para el otro lado.
Pero no era así. La pareja caminaba cabizbaja. Le dejaban hacer. Le tenían ‘miedo’. Una persona envuelta en cuerpo de un niño era capaz de provocar el ‘miedo’ suficiente como para que dos adultos, físicamente claramente superiores, reaccionaran de manera instintivamente incoherente a sus posibilidades de salir de esa situación. El problema era que ellos no veían niños; veían “MENAs”.
¿Qué debe de sentir un niño cuando un adulto le transmite que da ‘miedo’? ¿Cuál es el mensaje que reciben estos chavales, supervivientes de las violencias de una ciudad que los ubica entre las coordenadas del abandono y del control? ¿Qué espera una sociedad recibir de la chavalería a la que transmite constantemente que no importa si pasa frío o calor, hambre o miedo; que no pertenece y que además da ‘miedo’?
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