Aprender a mirar: una competencia educativa como autodefensa ante la publicidad
Hace una semana, con la ingenua intención de ver los nuevos modelos que me podían ofrecer para esta temporada de desconfinamiento, entré en el catálogo «mujer» de la colección de una conocida marca española de ropa. Aunque hace años que no imparto ya en la Facultad de Educación la asignatura «lenguaje visual», sentí al contemplar algunas de las imágenes, estar retrotrayéndome a aquellos años en los que apoyada por una publicidad que creía obsoleta y poco reflexiva, enseñaba a mis estudiantes claves visuales para deconstruir los mecanismos que sustentan puntos de vista e ideologías en la construcción de la imagen.
Tras ver los modelos para mujer, me fui a los de hombre, con unas estructuras visuales completamente distintas, acordes al puro cliché que ahonda en la desigualdad decimonónica. Ante mí estaba el ejemplo femenino de la horizontalidad unida a un somatotipo asténico –complexión corporal sin músculo y débil- unido a la blandura, desmadejamiento y desestructura de las imágenes de mujeres dirigidas a mujeres, que miran desde una cámara en picado al ojo dominador que las observa. Una se queda pensando si esa pléyade de imágenes de mujeres tristes y sumisas, casi púberes en algunos casos –independientemente de la edad real de la modelo-, o definitivamente ridículas –que usan su cabeza para sostener libros en vez de leerlos- está dirigida a las mujeres o, como decía John Berger en los ¡años setenta!, las imágenes de las mujeres están construidas sobre lo que los hombres normativos «esperan» de las mujeres, para que tomen nota y traten de emularlo. Me sentí como el título de la gran escritora Siri Hustvedt «las mujeres que miran a los hombres que miran a las mujeres».
Muchas de las imágenes masculinas dirigidas a los hombres del catálogo, por el contrario unían la complexión atlética a la verticalidad, simbología de fuerza y poder en nuestro imaginario visual, a la dureza y a un plano contrapicado donde esta vez, es el o la que observa quien se sitúa en una marcada inferioridad. Nada nuevo bajo el sol. Muchas de estas claves se han usado en la pintura occidental, de donde bebe la iconografía publicitaria. Recuerdo una clase donde un alumno ingenioso dio el nombre de «invertebradas» a todas aquellas mujeres pintadas que desnudas, débiles y lánguidas sirvieron de solaz recreo de nuestro monarca Felipe IV en su caserón de Torre de Parada: carnes horizontales disfrazadas de mitología dispuestas a ser consumidas visualmente en compañía de los colegas de la corte. Evidentemente, la columna vertebral les servía de bien poco. Pero si hay un movimiento que ha sabido utilizar las claves visuales en su propio beneficio y construir modelos sólidos sobre qué es ser hombre y qué es ser mujer fueron los movimientos fascistas y nacional socialistas que, una vez acabada la contienda, pasaron a encarnar el modelo masculino por antonomasia: el guerrero que tan bien describieron los futuristas italianos, duro, fuerte, vertical, similar a la máquina de combate ha sido mostrado una y otra vez en anuncios de colonias y automóviles y ahora, también, en los catálogos de la moda verano 2020. Más de un siglo, señores, del manifiesto futurista de 1909 que declaraba «el amor al peligro (…) el insomnio febril, la carrera, el salto mortal, la bofetada y el puñetazo», y por cierto, «el desprecio por la mujer».
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