Construyamos la igualdad en educación, con recursos, con medidas políticas… y con respeto y amor
El discurso educativo que se produce en los medios se centra hoy mucho más en la libertad que en la igualdad. Llama la atención que sea así porque se sostiene en un concepto de libertad muy pobre, raquíticamente reducido al derecho a la libertad de elección de centro. Esto se traduce, de manera casi invariable, en reafirmar la pretendida obligación del Estado de subvencionar a las familias la elección de una escuela que garantice la segregación escolar de niñas y niños de determinadas clases y grupos sociales, en ese experimento social típicamente nuestro que es la escuela privada concertada.
Pero del término igualdad apenas se habla y, cuando se hace, también tiene una acepción muy reducida: todo lo más se hace referencia a la igualdad de oportunidades o a la igualdad de acceso a la educación. Puede concretarse, esquemáticamente, en escolarización para todos y todas con un sistema de becas (por cierto, recortado en la última década) y con acciones de apoyo diferenciado para el alumnado considerado “de diversidad” en un sistema que, contradictoriamente, se adjetiva como inclusivo.
Se ha enterrado así el hermoso ideal que subyace en el nacimiento de la escuela pública democrática que, desde sus orígenes, fue concebida como un instrumento para establecer “entre los ciudadanos una igualdad de hecho y dar realidad a la igualdad política establecida por la ley” (Condorcet, 1792). Esa igualdad social arranca en una primera fusión, como dijera Jules Ferry (1870), que, paradójicamente, hoy es una imagen imposible de encontrar: resulta de la mezcla de los ricos y de los pobres sobre los bancos de una escuela.
La igualdad es una idea abstracta, un acuerdo tácito establecido tal y como se recoge en el primero de los artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos. Es un convencimiento moral que nos constituye como sociedad, un ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse, según recoge la citada Declaración. La igualdad no viene dada por la realidad; al contrario, si no nos empeñamos en nuestras acciones sociales e individuales, la naturaleza de los hechos nos conduce, una y otra vez, a los terrenos de la desigualdad. Es un principio teórico y contrafáctico: exige ir contra la naturaleza de los hechos, tal y como han señalado varios autores. Sin embargo, es de una fuerza ética y de una capacidad transformadora extraordinaria, pues es la garantía de la posibilidad de que todas las personas puedan tener una vida digna de ser vivida.
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