Argentina necesita una vacuna contra la grieta
Como si algo le faltaba a la angustia de una pandemia cruel e impredecible, la política argentina encontró en estos días una nueva forma de canalizar sus disputas de siempre en medio de una mortal segunda ola de la COVID-19: tomar a los niños como rehenes.
En sintonía con todos los países vecinos, los hospitales en la región metropolitana de Buenos Aires (AMBA) están alcanzando niveles máximos de ocupación desde que empezó la pandemia, lo cual motivó al presidente Alberto Fernández a declarar el 15 de abril restricciones que incluyeron un toque de queda a la circulación nocturna y la suspensión de clases presenciales durante dos semanas en el AMBA.
El gobierno de la ciudad capital disputó la decisión sobre las escuelas, argumentando que los contagios no se producen en las aulas y que el gobierno federal no podía legalmente obligar a la ciudad a seguir sus directivas. En menos de una semana las puertas de las escuelas se cerraron, se abrieron y se volvieron a cerrar, parcialmente. Primero por un decreto presidencial, con el argumento de frenar contagios, después por una orden judicial local, luego por otra de un juez federal. El gobierno de la capital terminó ignorando el último pedido. Ahora todos miran a la Corte Suprema, que decidió tomar la papa caliente y prometió un trámite acelerado, pero legalmente no tiene plazos para decidir. Difícilmente pueda encontrar una salida judicial salomónica a un problema netamente político.
Mientras tanto, las familias confundidas no sabían si preparar las mochilas para la escuela, enchufar las computadoras para clases virtuales, protestar en las calles o simplemente resignarse a la improvisación, con sus costos psicológicos y económicos. Las escuelas y los docentes corren tras contradictorias decisiones judiciales y cada quien terminó tomando su propio camino de presencialidad, virtualidad o directamente sin clases.
Los cierres de escuelas han sido una norma más que una excepción en todo el mundo durante la pandemia. Una medida restrictiva durante dos semanas ante el crecimiento de contagios y muertes parece razonable y no debería generar grandes resistencias. Pero la reacción intransigente de la ciudad, gobernada por el líder opositor Horacio Rodríguez Larreta, empeora una crisis incipiente de gobernabilidad.
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