Desde arriba y desde abajo: Visiones contrapuestas de la educación intercultural bilingüe en América Latina
Por Luis Enrique López
* Programa de Formación en Educación Intercultural Bilingüe para los Países Andinos (PROEIB Andes), Universidad Mayor de San Simón, Cochabamba, Bolivia
I. El contexto y la historia
Analizar la situación de la educación en las comunidades indígenas de América Latina nos remonta más allá de cuestiones exclusivamente pedagógicas, culturales y lingüísticas, pues en esta región las políticas nacionales que fomentan y regulan la aplicación de la educación bilingüe —de un idioma indígena y castellano o portugués— han sido en gran medida resultado del sufrimiento y la lucha indígenas, en constante batalla contra el racismo y la discriminación, producto de la atávica exclusión social y económica con la que se selló la condición colonial que nos caracteriza. Freire (1973) estuvo en lo cierto cuando nos alertó, a fines de los sesenta y principios de los setenta, que la educación distaba de ser neutra y que cada modelo o estrategia educativa respondía a determinadas orientaciones políticas. Y es que en América Latina, la educación indígena ha estado siempre en entredicho, prácticamente desde el momento en que nuestros países vieran la luz como repúblicas y adoptaran los principios del liberalismo europeo clásico, proyectando la imagen de una entidad política uniforme y homogénea, de cara a la construcción del anhelado Estado-nación. Por medio de la lengua europea y de contenidos socioculturales predominantemente ibéricos se buscó construir una cultura nacional única, una sola nación y un país unitario y uniforme y, de facto, se asumió un proyecto político que bien puede calificarse de etnocida, pues pretendió eliminar las diferencias étnico-culturales que desde siempre han caracterizado a esta parte del mundo.
Casi doscientos años después de la conclusión formal del régimen colonial, en unos países más que en otros, el régimen que regula las relaciones entre indígenas y no indígenas se asemeja aún al existente en situaciones típicamente coloniales. A la fecha, todas las sociedades amerindias continúan en la condición de comunidades subalternas (Spivak, 1988), aún en aquellos países en los que los indígenas constituyen la población mayoritaria, como en Bolivia y Guatemala. A pesar de que la legislación hoy reconoce oficialmente la multiculturalidad y el plurilingüismo y, sobre todo, desde los noventa adopta posturas y propuestas del multiculturalismo liberal acuñado por la democracia contemporánea (Kimlicka, 1995), mucha gente, en especial los sectores sociales que detentan el poder, siguen percibiendo la diversidad cultural y lingüística como problema y como obstáculo que compromete o impide la unidad nacional.
Pese a las condiciones desfavorables en las que viven, aún hay más de 40 millones de personas en América Latina (González, 1994) que admiten su identidad indígena y/o hablan un idioma indígena. Si bien es difícil determinar con precisión quién es indígena y quién no lo es, así como lo que define esta categoría, existe una alta correlación entre hablar un idioma indígena y ser indígena. De hecho, los criollo-mestizos latinoamericanos que hablan una lengua indígena constituyen verdaderas excepciones que confirman la regla.
Los indígenas representan aproximadamente el 10% del total de habitantes de la región; pero, esta representación dista de ser uniforme y varía de país a país. En algunos, los indígenas ascienden a menos del 3% e inclusive del 1% del total, como en Costa Rica y Brasil. Sin embargo, en otros países los indígenas constituyen verdaderas mayorías demográficas, como en Bolivia y Guatemala, países con una presencia indígena que supera el 50 ó 60% (López, 2005).
En este contexto en el que todavía, aun cuando no sin severas dificultades, persisten al menos unos 400 idiomas indígenas diferentes (Díaz-Couder, 1998), el uso de las lenguas indígenas en la educación ha ganado un amplio terreno en los últimos veinte años. Si bien la educación bilingüe para indígenas comenzó a desarrollarse en distintas áreas de América Latina hace ya más de 70 años, ésta nunca logró la suerte ni el estatus oficial que hoy ostenta: en 17 países de la región se llevan a cabo programas educativos que intentan aplicar algún tipo de educación bilingüe en por lo menos la educación primaria, bajo las denominaciones de educación bilingüe, educación bilingüe intercultural (EBI), educación intercultural bilingüe (EIB), educación indígena o etnoeducación.
Como se puede entender, la situación dista de ser uniforme a través de toda la región. El aprovechamiento de las lenguas indígenas también cambia de país a país entre una región de un país y otra; esto ocurre tanto en la educación formal como en la no-formal. En unos casos, como en el guatemalteco, la educación bilingüe se limita sólo a la enseñanza y empleo parcial de la lengua indígena durante un primer tramo de tres años de la educación básica, desde una orientación clásica de transición temprana; en otros como en el mío -el Perú- la educación bilingüe, si bien oficialmente rige para toda la primaria, extendiéndose a un período de 6 años, se restringe en su aplicación a las escuelas más alejadas de un centro poblado importante. No obstante, también existen casos, como el de Argentina, por ejemplo, en el cual la educación bilingüe puede aplicarse en la educación secundaria, sin antes necesariamente haberse desarrollado en la primaria.
Pero lo que la mayoría de estos programas tiene en común es su naturaleza y carácter fiscal o estatal. Es decir, en casi la generalidad de los casos, la educación bilingüe, en cualquiera de las formas que adopta, es hoy parte de la oferta educativa gubernamental. Y si bien en un buen número de países, como en Bolivia, Colombia, Chile y Ecuador, ella fue producto de la demanda activa, e incluso en momentos beligerante, de líderes y organizaciones indígenas, y en otros como, en el Perú y México, resultado de inquietudes y experimentos académicos y gubernamentales, este tipo de educación es ya mayoritariamente de gestión pública. Esta condición se ha fortalecido últimamente en el contexto de los procesos gubernamentales de reforma educativa iniciados a fines de los años ochenta y principios de los noventa en toda América Latina, con severas implicancias para el desarrollo de la educación entre las comunidades indígenas.
Dos características más son compartidas por muchos programas de EIB de la región. Por una parte, está el hecho que su cobertura ha sido reducida a los pueblos indígenas o comunidades lingüísticas con mayor número de hablantes -por lo general, con base en criterios económicos de costo-beneficio. Y, por otra, está la condición que ostenta de «modalidad educativa», junto a otras formas alternativas que los sistemas educativos tienen para atender de manera remedial y compensatoria a otras poblaciones en riesgo educativo, como podrían ser, por ejemplo, las modalidades de atención a educandos discapacitados o jóvenes y adultos que no asisten al sistema educativo regular.
Que la educación bilingüe haya sido integrada en los planes y programas gubernamentales es por cierto un avance notable en la política educativa latinoamericana, desde siempre basada en la ilusión etnocida de la homogeneidad lingüístico-cultural. Por cierto esto constituye sobre todo una conquista para los pueblos indígenas del continente, y así sus líderes y organizaciones lo reivindican. Empero, y también en parte como resultado de la aplicación de la educación bilingüe, en un contexto creciente de reafirmación étnica indígena que comenzó a desplegarse desde principios de los años ochenta, y luego de casi dos décadas de aplicación estatal casi generalizada de la educación bilingüe, comienzan a surgir reacciones en contra de este tipo de educación, tanto desde los sectores hegemónicos como desde los subalternos.
Preocupadas por el avance político indígena, en países como Bolivia, se comienzan a escuchar voces en contra que antes habían sido silenciadas por la simpatía y adhesión que despertó la causa indígena, incluso entre la sociedad dominante y por el discurso y ambiente políticamente correctos que se instauró en la sociedad producto de las reformas gubernamentales inspiradas por el multiculturalismo liberal implantado en el país desde fines de los ochenta y principios de los noventa (cf. Postero, 2005). Hoy se culpa a la EIB, sea por su costo, por sus insuficientes resultados en términos de logros escolares -particularmente en lo que atañe a la apropiación de la escritura alfabética ya en los primeros dos grados-, o incluso por acentuar el racismo, fomentando la oposición y la división en dicho país, cuando la educación nacional debería propender más bien a la erradicación de diferencias que, como las lingüísticas y culturales, comprometen la unidad del país (cf. Prudencio Lizón, 2005).
Como es obvio, la autoafirmación indígena y la demanda por mayor participación en la toma de decisiones nacionales son vistas por los sectores hegemónicos en Bolivia con preocupación.
Pero lo que más nos interesa para los propósitos de este trabajo son las reacciones en contra de la EIB que surgen desde sectores de los propios concernidos. Para algunos dirigentes y organizaciones indígenas, la educación bilingüe resulta insuficiente y se queda corta en términos de sus expectativas, las mismas que son sobre todo de naturaleza política. Ellos conciben la EIB como una herramienta para avanzar en el arduo camino por arrebatar a los sectores criollo-mestizos espacios cada vez mayores en el control del aparato estatal. Por eso, líderes y organizaciones indígenas, a través de la región, aún reconociendo los avances gubernamentales en materia educativa y la ruptura que la adopción de la EIB o EBI ha significado en el continente, consideran que es menester avanzar mucho más y de forma más rápida y radical.
A mi entender, al menos cinco son las cuestiones centrales que los indígenas hoy levantan: (i) el incremento de cobertura de la educación bilingüe, en un contexto en el cual, pese al reconocido avance gubernamental en búsqueda de una atención educativa culturalmente más pertinente, las escuelas bilingües y el enfoque de la EIB no han logrado extenderse ni siquiera a todas las comunidades rurales que requieren de este tipo de atención ; (ii) la extensión de la EIB, para que llegue también a las ciudades y centros poblados, incluidas las capitales, ahora que existe una creciente presencia indígena urbana que en algunas metrópolis y entre algunos pueblos resulta hoy más evidente que nunca, como, por ejemplo, en Ciudad de México, Lima, Santiago de Chile o incluso Buenos Aires ; (iii) la necesidad de que los hispano-hablantes accedan también a algún tipo de educación bilingüe, para que aprendan algo de sus lenguas y sean más sensibles a sus culturas y habida cuenta que no será posible erradicar la discriminación y el racismo si los criollo-mestizos no cambian; (iv) la urgencia de transformar el currículo oficial, de manera que reconozca, acepte e incluya el conocimiento indígena; y (v) el apremio de tomar medidas tendientes al salvataje y revitalización de los idiomas en mayor riesgo o de más alta vulnerabilidad. Pero, y sobre todas las cosas, están las discrepancias relacionadas con el papel que la escuela y la educación juegan en un plano político de controversias y reivindicaciones no resueltas que cuestionan el carácter uniforme del Estado-nación y el consiguiente de una ciudadanía única e igual para todos.
En esta comunicación trataré de referirme a las discrepancias existentes en cuanto a estos cinco puntos; divergencias que a mi entender son producto del lugar y la posición desde los cuales se analiza las situaciones y se formula sea demandas o propuestas. Y es que el locus de enunciación (Bhabha, 1994), o en este caso el lugar desde el cual se plantean y formulan demandas y propuestas, resulta determinante para la forma en la que se concibe e implementa la EIB. A mi entender, el locus de enunciación es más determinante que el hecho que haya o no profesionales indígenas en la gestión gubernamental y a cargo de la formulación de políticas y de la gestión educativa. Es decir, resulta indispensable establecer cuál es el posicionamiento de los actores de la EIB: sea desde y para con el Estado o desde y para con el movimiento indígena.
Consideramos que no basta por ello que exista una dependencia estatal responsable de la EIB a nivel oficial ni tampoco que éstas estén bajo la dirección de profesionales que se autoreconocen como indígenas, como hoy ocurre en un buen número de países de la región (Bolivia, Chile, Ecuador, Guatemala, Panamá y Venezuela, entre otros), y como ha sido históricamente la situación en México desde que el indigenismo de Estado echó raíces en ese país.
A ese respecto, tampoco resulta suficiente que los maestros y maestras hablen una lengua indígena o incluso que provengan de una comunidad indígena y ni siquiera que se autoidentifiquen como indígenas. Lo que parece estar en cuestión es precisamente el posicionamiento de estos individuos respecto a las sociedades indígenas, sus manifestaciones culturales y lingüísticas, y, sobre todo, con la condición de subalternidad y opresión que marca su devenir y fundamentalmente. Si bien y dada esta situación resta aún por hacer un estudio sobre el posicionamiento de los docentes de EIB y acerca de su compromiso con el destino de las sociedades a cuyos educandos atienden, cabe recordar que, precisamente por haber pasado por al menos 15 años de escolaridad, un maestro o maestra que hoy atiende educandos indígenas, implementando una propuesta curricular que, al menos, dedica algún tiempo al trabajo con la lengua que hablan el y sus alumnos y con contenidos relativos a la comunidad local y a la cultura de la cual son parte los educandos, debe vivir un conflicto permanente, al menos durante los primeros meses y años de su nuevo desempeño y mientras él o ella misma pasa por un proceso de redescubrimiento personal y de reconstrucción biográfica que le permita superar los efectos de la invisibilidad y negación que experimentó en su tránsito por una escuela negadora de la diferencia así como durante el período en el cual aprendió a asumir su condición de funcionario gubernamental, y, en tanto tal, asumió la ideología uniformizadora y asimiladora. Por ello y mientras la preparaciòn de profesionales indígenas, continúe prestando atención casi exclusivamente al desarrollo técnico y profesional docente, y descuide en el proceso la reconversión subjetiva del docente indígena, la recuperación crítica de su autobiografía, la construcción colectiva de una visión crítica de la opresión colonial de la cual son objeto las sociedades indígenas y sus miembros, así como, junto a todo ello, el desarrollo de una conciencia política igualmente crítica de la subalternidad, el racismo y la discriminación pero también alineada con el movimiento indígena y el proyecto de vida de las sociedades con las que trabaja, ese mismo maestro o maestra, aún siendo indígena, privilegiará su condición de funcionario del Estado-nación homogeneizador, sin contribuir significativamente y desde el privilegiado espacio escolar a la transformación del Estado, tal como hoy lo anhelan los líderes y organizaciones indígenas.
II. Visiones contrapuestas: Estado vs indígenas
A través de nuestra observación y revisión periódica de las diversas situaciones nacionales en las que se implementa la EIB en América Latina (López, 1996, 1998, 2001, 2003, 2005 y en prensa; Hornberger y López, 1997; López y Küper, 1999; Sichra y López., 2003), creemos que las discrepancias aludidas tienen como trama de fondo una diferencia sustancial de visión en cuanto a la EIB, como a la forma en la que se concibe la diversidad sociocultural y al papel que a ella se le asigna en la construcción o consolidación de las democracias latinoamericanas. Desde esta perspectiva, la EIB no escapa al papel histórico que se le asignó a la educación, en general, y a la escuela, en particular, en la construcción de la ciudadanía, del Estado y de la nación. Vistos los distintos lugares y posiciones desde los cuales tan medulares aspectos son hoy vistos, no es raro que no exista consenso entre Estado y organizaciones y líderes indígenas respecto sea al tipo de educación que, al parecer de los líderes, sus comunidades requieren como a la forma de ponerla en práctica e incluso de administrar las escuelas que el Estado mantiene, sino ya en todas, en la mayoría de comunidades indígenas de la región. En esta sección intentaré identificar algunas de las diferencias de visión o tensiones que sustentan las discrepancias identificadas al cerrar la sección anterior.
1. Inclusión y exclusión
En aquellos países en los que la cobertura de la EIB es hoy mayor que nunca y en los cuales la reflexión de líderes e intelectuales indígenas respecto a cómo avanza su aplicación es igualmente mayor, se postula y debate que la EIB requiere ser vista como un instrumento en la transformación del Estado y de la sociedad, a la luz de la multiculturalidad y el plurilingüismo históricos. Con base en ello, se plantea la urgencia de trascender el ámbito indígena para incidir también, de algún modo, en las escuelas en las que se forman los educandos del sector cultural hegemónico. Al considerar que la EIB se ha aplicado de manera restringida sólo para indígenas, se plantea que sólo será posible avanzar en la construcción de una sociedad incluyente, así como también hacer realidad el anhelo de la interculturalidad, si el Estado considera también a los hispano o luso hablantes como sujetos de la EIB. Desde esta perspectiva, los líderes indígenas plantean también la necesidad de superar la condición compensatoria de la EIB para que, de algún modo, impregne la educación de todos y todas. Si bien desde principios de los noventas ideas como éstas fueron planteadas desde el Estado, en el marco de las reformas educativas de esa época, lo cierto es que lo avanzado ha sido mínimo y que resta aún mucho por hacer.
Al parecer dos son las consideraciones que subyacen a tales planteamientos. De un lado, conscientes de la forma en la que la escuela contribuye a moldear actitudes y mentalidades, los líderes indígenas quieren que se supere la situación actual en la cual un estudiante latinoamericano promedio puede concluir 12 o incluso 20 años de escolaridad formal sin siquiera enterarse del carácter multiétnico, pluricultural y multilingüe de la sociedad en la que vive y ni siquiera de la dimensión que actualmente cobra lo indígena. Tampoco es mucho lo que hace la escuela para que él asuma una actitud antiracista y comprometida con la diversidad como valor. De otro lado, y con el correr del tiempo, los padres y madres indígenas han desarrollado cierto nivel de sospecha en cuanto a la EIB: si ésta es tan buena como dicen funcionarios de Estado y académicos -por lo general, miembros del sector cultural hegemónico- ¿por qué entonces ésta no se aplica también en las ciudades y con los hijos e hijas de esos funcionarios y académicos? ¿Por qué ellos no se benefician de esa riqueza? Y es que lo que parece estar en juego no es sólo el carácter de la EIB ni únicamente los destinatarios para los cuales ésta fue adoptada por el Estado, sino y sobre todo el papel que lo indígena debería jugar en la educación y, en términos generales, en el contexto nacional en su conjunto.
Si en la década de los noventas los sistemas educativos latinoamericanos dieron un paso adelante al reconocer la interculturalidad como transversal en los currículos nacionales, en esta nueva década ellos tendrían que recurrir a distintas medidas que hagan efectiva esta transversal y que, en rigor, contribuyan a una educación cívica distinta, anclada en una visión plural y heterogénea de la sociedad y del país. Urgen hoy dispositivos destinados a la toma de conciencia sobre las implicancias cotidianas de la diversidad sociocultural y respecto a lo que implica la convivencia y el diálogo intercultural en una sociedad de siempre multiétnica y multilingüe. No basta ya una EIB sólo para indígenas y únicamente para el medio rural y, por ello, hay que avanzar de algún modo en el necesario proceso de interculturalización de los sectores hegemónicos.
Para los indígenas la inclusión no debe ser entendida como la asimilación de los subalternos al cauce de la corriente y la visión hegemónicas. Luego de siglos de una comprensión estatal de la integración como una deculturación forzada y como la asimilación político-ideológico-cultural de los pueblos indios del continente, hoy los indígenas ven la inclusión como un proceso por medio del cual unos y otros aprenden de cada quien y también descubren formas y estrategias de interacción y diálogo, pero desde una posición de mayor equidad, y no bajo el régimen asimétrico aún imperante. Mientras que para los sectores hegemónicos en el Estado, la convivencia entre diferentes debería situarse en los marcos del reconocimiento y la tolerancia, instaurados por el multiculturalismo, para los indígenas la reivindicación es de una interculturalidad que a la vez que reconozca su condición de diferentes, acepte la persistencia de la desigualdad y la necesidad de luchar juntos por superar la inequidad y la injusticia social. Todo parece indicar que, ante un discurso oficial de tolerancia, respeto y de algún tipo de participación menor, sólo a nivel local, los indígenas hoy se planteen un esquema de inclusión que se traduzca en igualdad con dignidad, y que a la larga conlleve a la superación de la exclusión y del discrimen y, por esa vía, también a compartir el poder.
2. Pedagogización y etnificación
Estos son dos procesos que, si bien podrían ser complementarios, van en direcciones opuestas según sea quien esté en control de la educación de la población indígena. La pedagogización que la EIB experimenta es producto de una mayor preocupación por la calidad de los servicios educativos y a la vez por lograr mayores niveles de cobertura y de eficiencia interna. En el caso que ahora nos ocupa, los Estados tratan tanto de extender la cobertura educativa para llegar a las comunidades más remotas y de difícil acceso, como también para asegurar que los niños y niñas indígenas se queden en la escuela el mayor tiempo posible y tengan acceso a una educación de calidad. Si bien un fin compartido por las propias comunidades indígenas, en tanto la escuela históricamente se ha consagrado como un bien anhelado por los líderes y comunidades indígenas que a lo largo del siglo XX pugnaron por apropiarse de la educación, hacer de la EIB una mera propuesta pedagógica sin mayor ligazón con el proyecto político indígena, produce reacciones diversas. De allí que los líderes y organizaciones indígenas radicalicen sus demandas en aras de dotar de mayor sentido y significancia étnica y política a sus reivindicaciones en materia de política tanto educativa como lingüística.
A ello podría deberse, por ejemplo, la exigencia recurrente entre diversos pueblos y comunidades indígenas de la región respecto a la necesidad de que los currículos oficiales consideren también el conocimiento y los valores indígenas. Hoy resulta frecuente, a través de lugares tan distintos y distantes entre sí, como las comunidades mayas del sur de México o de Guatemala, el altiplano aimara peruano-boliviano-chileno, comunidades multiétnicas y multilingües de la Amazonía, o pueblos patagónicos chileno-argentinos, hablar sobre las diferencias en cuanto a cosmovisión y a la urgencia de ganar espacios para los saberes, conocimientos, prácticas y valores ancestrales indígenas, hecho que pone a la escuela y al proyecto educativo hegemónico en un conflicto hasta hoy no confrontado.
Si bien los sistemas educativos latinoamericanos, empujados por el multiculturalismo liberal imperante, se abrieron a nuevas formas de aprender y enseñar y vieron en la educación intercultural bilingüe una herramienta, sobre todo pedagógica, para alcanzar sus metas de cobertura y calidad, los indígenas ven que pueden hacer de este tipo de educación un enfoque de mayor radicalidad, alineado con su proyecto político. Y, a fin de lograrlo, apelan a las mismas bases que sustentan la apertura pedagógica de las propuestas educativas contemporáneas; a saber, la centralidad del aprendiz y del aprendizaje, el carácter situado del proceso de aprender y la necesidad de la recuperación escolar de los conocimientos y experiencias previas de los educandos.
En suma, hoy la lucha por la escuela transciende las dimensiones que tuvo a principios del Siglo XX cuando se trataba sólo de instalar centros educativos y para lo cual los indígenas construían locales escolares, o lo que ocurrió en la última parte de este mismo siglo cuando reivindicaron la inserción de sus lenguas en la escuela. En la actualidad se cuestiona el carácter del conocimiento escolar, y, al hacerlo, el debate se desplaza desde la esfera de lo didáctico-idiomático hacia lo epistemológico y político (cf. López, 2005). Evidencia de ello, son por ejemplo, las reivindicaciones indígenas en Colombia de una educación «propia», situada en el Plan de Vida establecido por los distintos pueblos indígenas; o las 57 escuelas mayas en funcionamiento de conformidad con currículos igualmente propios que difieren de la prescripción curricular gubernamental; o las demandas yuracarés en Bolivia que aspiran a lo mejor de la escuela oficial en las mañanas pero que, a través de una modalidad dual, quieren también lo mejor de la tradición indígena en las tardes, a través de sus propios educadores y por medio de su lengua ancestral. En este marco general y desde la visión indígena, no cabe duda alguna que, en cualquier caso, es el Estado quien debe asumir financieramente estos nuevos tipos de educación (Ibid.).
Desde distintos lugares del continente, los indígenas, a menudo en reacción a algunos resultados no previstos de la incorporación escolar de lo indígena, como la cooptación de sus lenguas -cuando son usadas sólo para la transmisión de los contenidos del currículo oficial— y la folclorización de su cultura -resultado de la atención exclusiva que la escuela coloca en algunos aspectos tangibles de la cultura-, hoy pugnan por una reinvención de aquello que ellos mismos contribuyeron a erigir: la educación intercultural bilingüe. Para ello, aprovechan la apertura de las propuestas curriculares oficiales que, en casi toda América Latina, reconocen la necesidad de diversificar los currículos otrora intocables. Las discusiones actuales sobre el carácter del conocimiento escolar que en unos países más que en otros mueven a líderes y organizaciones indígenas, en rigor, nos sitúan ante un impensado escenario de cuestionamiento de la ontología del conocimiento, incluido el conocimiento lingüístico; escenario a su vez ubicado en un marco mayor de avance político indígena (cf. por ejemplo, la Propuesta Indígena Originaria de los Consejos Educativos de Pueblos Originarios de Bolivia).
Por ello reclaman que, para que la interculturalidad, que la educación bilingüe latinoamericana adoptó desde mediados de los años setenta (López, 1998), sea posible tiene que haber primero una fase previa de reafirmación cultural y lingüística que, aun cuando fuere con fines simbólicos, coloque a los pueblos y culturas en conflicto en relativo pie de igualdad. Ven así que todo proyecto intercultural implica un trabajo inicial de carácter intracultural, anclado en la necesidad de propiciar, de un lado, la descolonización mental de los educandos indígenas y de las comunidades a los que éstos pertenecen y, de otro, la relocalización del conocimiento hegemónico. Desde esta perspectiva, la educación intercultural bilingüe tendría que privilegiar lo propio, como condición para establecer un posterior diálogo entre el saber y el conocimiento subalternos y los hegemónicos. En un contexto como éste, el papel que cumplen o deben cumplir las lenguas indígenas en la educación se redefine progresivamente, pues la lengua se recoloca en relación con la propia fuente de conocimientos y debe en primer lugar vehicular los conocimientos y experiencias destinadas a la reafirmación cultural indígena.
3. Economía e identidad
No cabe duda alguna que la preocupación gubernamental de los últimos tiempo por la EIB ha sido fruto también de una inquietud económica, particularmente cuando los ministerios de educación cayeron en cuenta de los ingentes recursos perdidos por la deserción escolar y la repetición, fenómenos agudizados en los territorios indígenas (Patrinos y Psacharopolous, 1994), a lo cual habría que añadir también los costos derivados del analfabetismo entre jóvenes y adultos indígenas, y particularmente entre las mujeres indígenas. Situada toda esta problemáticaenun contexto de crecienteatención a la educación como componente indispensable del crecimiento económico, la EIB debía entonces contribuir a la igualdad de oportunidades y buscar superar las deficiencias del sistema, de manera que los educandos no tuviesen que perder tiempo mientras aprendían el idioma oficial para apropiarse de los contenidos curriculares oficiales y, sobre todo, de la escritura alfabética.
Pero, tratándose de contextos en los cuales la diversidad idiomático-cultural es grande e involucra al menos cuatro lenguas diferentes en un mismo territorio estatal, como en el caso de Nicaragua , la preocupación gubernamental en materia de educación bilingüe, en aquellos países en los cuales la población indígena es mayoritaria, se ha concentrado en los idiomas indígenas con mayor número de hablantes. Así, por ejemplo, en Guatemala, país en el cual la educación bilingüe tiene una tradición de al menos treinta años, los esfuerzos a lo largo de todo este período se han circunscrito fundamentalmente a las cuatro lenguas mayas más habladas: el kaqchikel, el mam, el qeqchí y el quiché, en desmedro de las restantes 19 comunidades idiomáticas (López, 2005). Lo propio ocurre en Bolivia, país donde desde 1994 la EIB se ha extendido considerablemente en el marco de una ampliamente difundida reforma educativa. Allí, en la práctica ésta llega a los hablantes de sólo tres de 36 idiomas diferentes (Ibid.).
Autoridades educativas de estos dos países han sido tajantes al afirmar que así llegan al 80% de la población necesitada (Guatemala) o que no es labor de un ministerio de educación emprender acciones de salvataje idiomático o de arqueología lingüística (Bolivia) (Ibid.). Mientras que los ministerios de educación, parecen abordar la vida sólo con visión sectorial y sólo desde su natural y comprensible anclaje en las lógicas del Estado-nación, a los indígenas, desde una visión más integral u holísticas, les inquieta su sobrevivencia y un papel renovado en un nuevo tipo de Estado, y, en ese contexto, la lengua y la cultura «propias» forman parte de esta integralidad.
Frente a situaciones como éstas, han sido las mismas organizaciones y líderes indígenas quienes han sacado ventaja de la apertura gubernamental -inspirada, como ya se dijo, por el multiculturalismo liberal- para avanzar en sus demandas y buscar revertir los procesos de cambio lingüístico en curso. Así, por ejemplo, en Bolivia, los líderes de aquellas comunidades guaraníes en las cuales los niños en edad escolar ya no hablaban el guaraní decidieron, contra toda consideración técnica, que ellos tenían que aprender a leer y escribir en guaraní, pues así iban a recuperar el uso activo de «su» lengua (López, 1997). También en este país cuando los dirigentes de las regiones con mayor diversidad idiomática (del Oriente, Chaco y Amazonía) negociaban con el Estado el inicio de la educación bilingüe, ellos postularon que se debía comenzar con aquellos pueblos en los que la lengua estaba en verdadero riesgo, pues «la escuela tenía que devolverles la lengua que les quitó». A mayor número de hablantes -criterio aludido por los funcionarios gubernamentales desde una racionalidad económica e instrumental— se oponía el criterio de mayor vulnerabilidad y por tanto de mayor necesidad -desde una perspectiva de solidaridad con quienes necesitaban atención más urgente para seguir siendo indígenas.
Pero al margen de la distinta visión de la economía que podría subyacer a la lectura y determinación indígenas, está nuevamente la determinación política de los líderes y de las organizaciones indígenas. El uso de las lenguas indígenas en la educación no está al margen de su proyección política. Ellos reivindican su lengua como herramienta de identificación colectiva y como medio para asegurar su continuidad como diferentes. Son concientes, por lo general, de las dificultades y desafíos implícitos en la tarea de atender una lengua en riesgo, pero buscan hacerlo y para ello convocan al Estado a que se comprometa en la tarea por la responsabilidad que tiene como agencia que impulsó la erradicación idiomática, como instrumento etnocida. Ellos saben que tal vez sólo podrán llegar a una revitalización de carácter simbólico, pero eso no está todavía en cuestión ni es óbice alguno para dejar de emprender este cometido (López, en prensa). Además, para ellos es igualmente emblemático que el Estado sea quien participe de esta tarea y asuma su responsabilidad frente a la secular historia de negación de lo indígena.
Otra discrepancia en cuanto a la racionalidad económica con la que operan los sistemas educativos guarda relación con la lengua escrita, habida cuenta que la escuela, desde siempre ha constituido la agencia por excelencia para la difusión de la palabra escrita, como herramienta que también conlleve a una paulatina deslocalización de la vida y del conocimiento, y consecuentemente también de una universalización del saber y del conocimiento, procesos en los cuales al alfabeto le ha tocado jugar un rol preponderante. En coherencia con ello, la inserción de la escuela en territorios y comunidades indígenas supuso el inicio de un proceso gradual de literalización de las sociedades indígenas, sea por medio del castellano o portugués, en épocas tempranas, o de un idioma indígena, como se comenzó a hacer cuando la educación rural latinoamericana descubrió que también podía ser bilingüe y recurrir al uso instrumental de un idioma indígena.
Que educación y literalización hayan sido parte de un mismo proceso de cambio cultural deliberado y conciente ha tenido repercusiones sociales, culturales y económicas trascendentales para las sociedades indígenas que no es del caso ahora analizar (cf. Landaburu, 1998; López, 2001; Almendra 2004, entre otros). Lo que sí es relevante para los propósitos de esta comunicación es poner de relieve que el uso de las lenguas indígenas en la educación formal ha supuesto el pasaje de un mundo predominantemente oral hacia otro letrado, cambiándose con ello, al menos parcialmente, los patrones comunicativos en las sociedades indígenas, a menudo en desmedro de otras formas gráficas de significación sociocultural o de la oralidad ancestral y con preeminencia de la letra y la palabra escrita (cf. López, 1997 y 2001); generando además conflictos sociales y brechas generacionales difíciles de salvar al interior de las comunidades indígenas (Almendra, 2004; Landaburu, 1988).
En este contexto, cuando la EIB supera su aplicación en contextos comunitarios para extenderse hacia espacios locales, regionales y nacionales, como puede ser el caso de idiomas indígenas de amplia difusión como el aimara, el maya, el nahuatl o el quechua, los planificadores educativos y lingüísticos se han visto entonces ante necesidades de distinta índole que en cierto modo suponen también apelar a la racionalidad económica comentada líneas arriba. Con el avance de las demandas indígenas y de la presión internacional por la EIB, los ministerios de educación de la región tuvieron que tomar decisiones respecto de las formas y sistemas de escritura que se adoptaron para convertir los idiomas indígenas en escritos, y, de esta manera, poder utilizarlos en la educación, en espacios cada vez mayores. Trascender una comunidad de habla específica y extender el uso escrito de una lengua a todo el territorio en el que cual en la vida cotidiana se usan numerosas variantes socioculturales e históricas de este mismo idioma implicó determinaciones relativas a la estandarización escrita del idioma indígena.
La estandarización escrita, o normalización escrituraria como se le denominó al proceso en las últimas tres décadas, por influencia del pensamiento y propuestas vasco-catalanas de la época (cf. p.ej. Ninyoles, 1972), tuvo una fuerte raigambre política. Al albor de este procesos, lingüistas comprometidos con la condición de opresión en la que se reproducían y vivían las lenguas indígenas y sus hablantes, varios de los cuales venían de cunas de habla indígena, vieron en la estandarización escrita una herramienta para superar la subalternidad de las lenguas indígenas, pero también la de sus hablantes (Cerrón-Palomino, 1988; Plaza, 2003). A través de la normalización escrituraria se anhelaba también superar la fragmentación dialectal y la relativa desconexión comunicativa -desde el paradigma de la significación y del simbolismo ancestrales- que marcó la colonización, para revertir el sentimiento de aislamiento y de «unicidad», de manera de lograr impregnar la mente de los hablantes de las variantes idiomáticas —geográfica pero también ideológicamente localizadas- de un sentimiento abarcante de pueblo que, por ende, transcendiese el entronque exclusivo con lo local. Esta visión era compartida en algunos países o regiones por líderes del entonces naciente movimiento indígena. Es así como en Ecuador, por ejemplo, se llegó a inicios de los años ochenta a una escritura unificada del quichua.
Los ministerios de educación, por su parte, vieron con interés la propuesta de normalización idiomática en tanto posibilitaba la producción escrita de textos escolares en tirajes que la hacían rentable. En casos como los de los tres países andinos con mayor población hablante de un idioma indígena -Perú, Bolivia y Ecuador—, determinaciones como éstas permitían incluso salir al frente de la oposición respecto al costo más alto de una educación bilingüe, dado que era posible pensar en tirajes de miles o millones de textos escolares en una variedad escrita común, como ha sido la situación de la producción de literatura escolar para las lenguas aimara y quechua.
Sea desde la motivación lingüístico-política o desde la económica, la normalización idiomática inevitablemente implicaba re-situar la relación lengua-hablantes, en tanto el idioma de la cotidianidad, el hogar y la comunidad pasaba a cumplir nuevas funciones comunicativas que a la vez lo llevaban a trascender ampliamente el espectro comunicativo conocido así como también el espacio geográfico imaginado como propio. La escritura, por otra parte, significaba un distanciamiento emocional del hablante con su lengua en tanto ésta ingresaba hacia un plano de uso «mas objetivable», pasando incluso a ser objeto de análisis y de estudio escolar.
Que el idioma indígena fuese usado en el ámbito escolar derivó en interrogantes e incluso sospechas no esperadas por parte de los padres y madres de familia. ¿Por qué la escuela se mostraba interesada o al menos atenta a un saber propio antes ignorado o incluso denigrado? ¿No es la escuela el ámbito de lo nuevo y lo desconocido y más aún el espacio y el mecanismo por el cual los indígenas deberían gradualmente olvidar su patrimonio cultural ancestral? ¿No sería que, al darse cuenta del avance indígena, las clases dirigentes estarían buscando más bien asegurarse que los indígenas se quedasen únicamente en las comunidades? ¿Por qué y para qué leer y escribir en un idioma indígena cuando no hay ni materiales escritos ni oportunidades de leer y escribir en las lenguas indígenas que hoy la escuela comenzaba a utilizar? Desafortunadamente, escasas han sido las oportunidades en las cuales los ministerios de educación han prestado oídos a inquietudes como éstas y han establecido espacios de diálogo para explicar a los padres y madres de familia las razones que subyacen al empleo escolar del habla cotidiana. Pero, además de interrogantes como las planteadas los hablantes de una determinada variante geográfica o social de una lengua indígena se debieron enfrentar a una variedad escrita unificada que por momentos difería de aquella que tenían como conocida y propia. Nadie se ocupó de explicar ni la racionalidad política ni tampoco la económica y a lo más se insistió, ante sociedades predominantemente ágrafas, sobre las diferencias existentes entre oralidad y escritura, a menudo recurriendo a ejemplos del castellano o portugués o de otras lenguas europeas. Lo cierto es que, lo que para los políticos indígenas, los lingüistas comprometidos o los planificadores gubernamentales era racional, para los hablantes de una comunidad específica mereció una reacción afectiva en contra. Y es que la variante usada en la cotidianidad constituía también un mecanismo de afirmación identitaria de los hablantes, los mismos que al parecer, y sobre todo en el caso de idiomas de mayor expansión y difusión geográfica, se identificaban más con una comunidad local específica sin que aún, salvo excepciones como en un alto número de comunidades aimaras boliviano-peruanas, hubiese despertado en ellos el sentimiento de pertenencia a un pueblo o nación. También en este caso y desde la perspectiva indígena primaba la identidad local, antes que la racionalidad económica que animaba al Estado.
III. A modo de cierre temporal
A través de las dos secciones anteriores he intentado mostrar cómo hoy la EIB, que nació como propuesta e incluso como resultado de una larga lucha indígena por apropiarse de uno de los aparatos privilegiados de la sociedad criollo-mestiza para la construcción ciudadana, es considerada por un buen número de líderes e intelectuales indígenas sólo como un componente más de la oferta educativa estatal. Y, si bien este modelo es considerado como el más pertinente y avanzando en tanto a lo largo de la historia ha logrado acercarse más a las necesidades de la población indígena, no es aún aquél que los líderes e intelectuales indígenas consideran como el más apropiado para el momento histórico actual.
El hecho que la EIB se encuentre frente a propuestas alternativas que reivindican una educación «propia» tal vez sea el resultado del desencuentro de visiones y comprensiones como las que he intentado mostrar en tres ámbitos de tensión específicos: el de la pedagogía y su sentido, el de la racionalidad económica frente a la razón identitaria y el relativo a los destinatarios de una EIB, en un contexto multiétnico y pluricultural en el cual no sólo se reconoce la diferencia sino que se la considera a la vez como un valor en sí mismo y, por ende, como un instrumento para potenciar la construcción de un sentido alternativo de ciudadanía.
Por seguro existen otros espacios más de tensión que podrían haber sido aprovechados en esta comunicación. Se ha privilegiado estos tres en tanto el hilo conductor que los atraviesa es el mismo: el de la necesidad de re-imaginar la sociedad multiétnica en su conjunto, aceptando el derecho a la diferencia que les asiste a todos los segmentos que la conforman, pero, a la vez, reconociendo la necesidad de tender puentes de diálogo entre ellos de manera de aprender a vivir juntos. Y, aunque parezca irónico, surge más que antes la necesidad de privilegiar y potenciar lo local y lo propio, para, desde allí, aproximarse a lo reconocido como universal. Desde la actual visión indígena un proceso de reafirmación cultural o de intraculturalidad aparece como condición sine qua nom del diálogo intercultural.
Considero que los líderes e intelectuales indígenas que hoy plantean una relocalización del conocimiento universal y que apelan a la visión indígena del mundo, identificando incluso algunos universales indígenas y adoptando por momentos, al parecer con fines estratégicos y de una nueva correlación de fuerzas, posiciones esencialistas indígenas, no hubiesen llegado a estos niveles de reflexión de no haber sido por la experiencia y el avance logrado con la aplicación y el desarrollo de esa misma EIB que hoy buscan superar. Y es que si uno analiza la experiencia reciente del movimiento indígena latinoamericano, es posible ver cómo, desde la subalternidad, ellos han aprendido que no hay forma otra de avanzar que por el mecanismo de la aproximación sucesiva y por la estrategia de ir aprovechando las fisuras que se abren en los férreos muros de la mentalidad criollo-mestiza hegemónica para hacer de ellos espacios cada vez más grandes que permitan construir nuevas y más radicales demandas.
De lo que no cabe duda, y con razón y sin ella, es de la apuesta, a veces desmedida, que el movimiento, los líderes e intelectuales indígenas parecen haber puesto en la educación y en la escuela para revertir su condición de subalternidad. La escuela parece estar siendo vista ya no sólo como el espacio y el mecanismo de apropiación de los baluartes de la sociedad hegemónica -la lengua europea y la lectura y la escritura—, sino también como ámbito y herramienta de recreación del conocimiento y saber local, e incluso de revitalización idiomática o incluso de recuperación de una lengua en peligro de extinción. Tal vez ello se deba a la toma de conciencia por parte de los pensadores indígenas respecto de la importancia histórica que la escuela y la educación han tenido en la construcción nacional. Quien sabe si a ello se deban reivindicaciones anotadas líneas arriba respecto a que la escuela les devuelva la lengua que les arrebató o que el currículo escolar incluya también el conocimiento indígena, para uso y consumo de todos.
Y es que, como lo sugiriéramos en secciones anteriores de este trabajo, los indígenas son conscientes que su propia continuidad como diferentes y el ejercicio del derecho a serlo pende de un hilo, si es que la sociedad en su conjunto no cambia su percepción y su lectura de lo indígena y, por ende, de la multietnicidad que la caracteriza. Es decir, para que los indígenas de América puedan continuar resistiendo el proceso de asimilación forzada de la población indígena en el que se embarcaron los Estados latinoamericanos, los sectores criollo-mestizos que ostentan el poder deben también abrir su razón y corazón a la diversidad que desde siempre caracterizó a los países de los cuales forman parte, a fin de reconocer y aceptar a la población indígena con sus propios valores y conocimientos, y descubrir que muchos de ellos pueden contribuir a solucionar problemas que la sociedad en su conjunto hoy confronta. Al decir de muchos líderes indígenas, mientras que en el caso indígena la escuela debe primero reformar un sentimiento intracultural, los educandos criollo-mestizos tendrían que descubrir en esa misma escuela la riqueza de la diversidad y aprender a apreciar y valorar el patrimonio cultural indígena, desde una perspectiva intercultural.
La pregunta ahora reside en si el Estado estará dispuesto a construir propuestas educativas diferenciadas y si permitirá una escuela que comience reforzando lo indígena y sus instituciones y conocimientos. Mi sospecha es que cuando se asumió abierta y rápidamente la posibilidad de interculturalizar la escuela, en muchos casos, se pensó solamente en la necesidad planteada por el multiculturalismo de infundir un sentimiento de tolerancia, o incluso en recubrir de contemporaneidad el fracasado proyecto mesticista de antaño, y no en la posibilidad de re-imaginar y reconstruir el tipo de Estado vigente en América Latina, menos aún debió haberse pensado en lo que muchos indígenas americanos anhelan: el reconocimiento del derecho a una ciudadanía étnica que esté en relación de complementariedad con la ciudadanía nacional de hoy.
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