Idolatría de la diversidad
Por Fernando Savater
Se nos repite mil veces que la diversidad de manifestaciones de lo humano es una «riqueza». Y puede ser cierto, siempre que se entienda que nos referimos a la diversidad que respeta la igualdad humana esencial y no a la que comporta diferencias discriminatorias del trato que merecen entre sí las personas, por muy «tradicionales» y peculiares de cualquier «identidad cultural» que sean tales jerarquizaciones…
Las modas intelectuales son una recurrente plaga que supongo universal (al menos en la modesta porción del universo que yo conozco) e inevitable. Lo cual no las hace menos fastidiosas ni en algunos casos menos dañinas. Lo peor de ellas es que frecuentemente sirven para adoptar un lema doctrinal tan evidentemente compartido que nos dispensa de ulteriores reflexiones o cautelas. En este mismo diario ha publicado recientemente Vicente Verdú un par de excelentes artículos sobre cómo en España cuestiones sumamente debatidas en otros países como el matrimonio homosexual, la violencia doméstica, la energía nuclear y no sé cuántas más quedan vigorosamente zanjadas en uno u otro sentido con sólo atribuir una incurable tendencia reaccionaria o subversiva al oponente. La etiqueta política hace innecesaria por imposible la argumentación social. Si uno es de izquierdas o de derechas, ya se sabe que debe pensar lo que sobre cada oferta del ajuar del mundo han decidido los más simplificadores en cada clan, lo mismo que la multinacional cinematográfica vende junto al gran estreno comercial la morralla de serie B o Z que quiere ver igualmente colocada en las pantallas. El que objeta o pretende calibrar, automáticamente parece pasarse al bando contrario.
Una de las modas ideológicas hoy más acendradas es celebrar la diversidad como la mayor de las riquezas culturales humanas, por lo cual debe ser protegida y potenciada cuanto sea posible, so pecado reaccionario de perversa globalización. Los chantres de la diversidad brotan a cada paso y a cada fórum, aquí cultivando la diversidad que existe, allá subrayando la que parece un tanto desvaída o no suficientemente apreciada e incluso inventándola valientemente donde por culpable negligencia no la hay todavía. Cuando se les escucha, se diría que sólo la confirmación de la diversidad humana es protección eficaz contra el racismo y la xenofobia que tanto nos afligen. Lo cual no deja de ser paradójico, porque nadie es tan sensible a la evidente diversidad humana como los racistas y xenófobos, hasta el punto de que se la toman tan en serio que por un color de epidermis o una variación lingüística están dispuestos a negar a sus convecinos la ciudadanía plena e incluso la pertenencia optimo iure a la especie humana…
Que la apariencia física, los modos culturales y la posición social de los seres humanos son muy diversos es cosa que nadie en su sano juicio puede contestar. Y que tal pluralismo no resta a nadie ni un ápice de humanidad plena debería ser igualmente evidente, aunque haya habido (o aún perduren) doctrinas abominables que lo cuestionen. Durante gran parte de la modernidad, la batalla del pensamiento progresista ha consistido en reivindicar la igualdad fundamental de los humanos más allá de sus diferencias de epidermis, genealogías, sexo, creencias o costumbres. En tal planteamiento revolucionario contra el discriminatorio mundo tradicional, la igualdad es precisamente lo que debe ser reivindicado frente a la diferencia, porque esta última es sencillamente un hecho mientras que aquélla es un derecho y, por tanto, una conquista. De ahí que los considerados comúnmente avances sociales hayan consistido durante un par de siglos en pasos hacia la igualdad efectiva de los tenidos por irreductiblemente diferentes: sufragio general y no sólo censitario, similares derechos políticos y laborales para las mujeres y los hombres, educación general para todo el mundo, abolición de las castas y de la jerarquización de la sociedad en razas superiores e inferiores, seguridad social garantizada por igual a todos los ciudadanos, etcétera. Sin duda, también derecho para todos a que cada cual pueda creer, valorar o expresarse como desee dentro del marco de leyes que protegen de agresiones a los demás. Pero éste se trata de un mismo y único derecho a la diferencia que a nadie excluye, no de una diferencia de derechos como siempre han querido los privilegiados, racistas o machistas.
Se nos repite mil veces que la diversidad de manifestaciones de lo humano es una «riqueza». Y puede ser cierto, siempre que se entienda que nos referimos a la diversidad que respeta la igualdad humana esencial y no a la que comporta diferencias discriminatorias del trato que merecen entre sí las personas, por muy «tradicionales» y peculiares de cualquier «identidad cultural» que sean tales jerarquizaciones. Es una riqueza lo que se nos brinda como oferta no obligatoria y voluntaria, por tanto, lo que permite a cada cual decidir lo que desea comer, a qué dios quiere venerar y con qué juegos prefiere entretenerse, no lo que le fuerza sin remedio a someterse a los ídolos tribales. Resumiendo, nos enriquece lo que podemos sin dañar a nadie escoger… y también en su caso descartar.
Pero ello no debe hacernos olvidar que la verdadera riqueza humana estriba en nuestra semejanza fundamental y no en aquello que nos hace superficialmente distintos. Es lo que tenemos en común más allá de culturas y folclores lo que nos permite entendernos, colaborar en empresas múltiples, convivir bajo las mismas leyes, compadecernos de los que sufren e intentar remediar los males que afectan al planeta que todos habitamos. El hecho de que todos los humanos poseamos un lenguaje y seamos seres simbólicos es más importante y enriquecedor que la diferencia de nuestros idiomas: gracias a tal semejanza podemos traducir y comprender las palabras del otro, compartiendo el universo significativo propiamente humano y así podemos enseñarnos verdades unos a otros, descubrir las necesidades que a todos nos afligen y proponer soluciones generales que a nadie discriminen o minusvaloren. Las culturas no establecen barreras infranqueables ni están cerradas unas a otras, acabadas y completas en sí mismas, como quieren algunos archimandritas del multiculturalismo pervertido. Como señala el antropólogo Marvin Harris, «todas las culturas consisten en una mescolanza de elementos derivados de otras culturas, como resultado del contacto directo o indirecto y de la difusión, algo que es tan cierto de Grecia como de Egipto. Es indudable que cuanto más desarrollada y compleja es una sociedad, en mayor grado su cultura (y subculturas) refleja la influencia de contactos de difusión cercanos y alejados, y mayor será a su vez la influencia cultural de dicha sociedad». Uno de los lemas repetidos por Bertrand Russell fue: «Recuerda tu humanidad y olvida todo lo demás». Corrijámosle si es preciso, diciendo que no se deben olvidar las formas y modos en que se manifiesta nuestra humanidad… pero dejando bien claro siempre que no debemos anteponerlas a la humanidad misma que compartimos.
Hace un par de meses, en Bucarest, visité una primorosa iglesita ortodoxa. En el tablón de anuncios se convocaba a un seminario abierto que debía celebrarse esa misma tarde en el minúsculo y delicioso claustro del templo. Su tema: «El don de distinguir el bien del mal». Ojalá supiese yo rumano, pensé, para poder asistir con provecho a tal reunión porque ésa es la única diferencia que de veras me interesa: las demás me parecen, en el mejor de los casos, juegos florales, y en el peor, supersticiones neuróticas. Envidio a quien posea ese don precioso, porque él sí que conoce la diversidad que importa, la que nos enriquece sin borreguismos folclóricos. El resto no es literatura, como dijo en otro contexto Verlaine, sino simple idolatría.
Fuente: El País