Educación intercultural: una respuesta a las sociedades multiculturales del siglo XXI
Por Francisco Ramírez Trapero
Maestro de Pedagogía Terapéutica y Doctorando de Ciencias de la Educación. Universidad de Granada. Dirección de correo electrónico: prami@supercable.es
INTRODUCCIÓN
Sin duda vivimos tiempos de importantes transformaciones a nivel planetario que van desde el preocupante cambio climático hasta la revolución en el campo las comunicaciones y la información con el auge de las nuevas tecnologías, sin olvidar el reparto cada vez más desigual de la riqueza o las nuevas dimensiones del problema terrorista. Entre estos cambios también podemos señalar, sin lugar a dudas, el fenómeno de los movimientos migratorios que, aún no siendo nuevo, tiene hoy en día, en el marco de los procesos de globalización, unos perfiles muy especiales.
El fenómeno de la inmigración conlleva la presencia en un mismo espacio -país, región o ciudad— de grupos sociales muy heterogéneos en aspectos como la etnia, la religión, la cultura,… Nuestro país no es ajeno a ello, más bien podríamos decir que se encuentra en estos momentos embarcado de lleno en la nueva problemática que la inmigración viene presentando en las sociedades europeas, ya de por sí multiculturales. Así, constatamos con preocupación cómo los fenómenos del racismo y la xenofobia, y también los conflictos culturales -en definitiva, de convivencia—, crecen en los últimos años en la mayor parte de los países de la Unión Europea, presentándose como uno de los retos más importantes que hoy deben afrontar las sociedades democráticas.
En el ámbito educativo institucional se va haciendo cada vez más notable la presencia de alumnos hijos de inmigrantes, presencia que parece habernos pillado por sorpresa generando gran desconcierto en gran parte de los centros educativos. En este sentido podemos afirmar que la propia administración educativa ha sido poco previsora; quizás por ello encontramos pocas normativas, orientaciones y recursos para afrontar, desde una opción educativa clara y decidida, una realidad cada vez más pluriétnica y pluricultural que va conformando nuestra sociedad y por ende nuestra escuela. No obstante, muchos centros educativos, y muchos profesionales, han ido abriendo camino y gracias a ellos contamos también con interesantes experiencias en este campo. De la misma manera, debemos constatar que existe abundante legislación -desde la misma Constitución Española hasta las diferentes leyes educativas en vigor- como para considerar que contamos con un adecuado marco desde el que desarrollar la tarea educativa que la presencia de un número ya significativo de hijos de inmigrantes y una sociedad cada vez más multicultural y compleja demandan.
Por todo lo señalado, cabría insistir en la necesidad de optar decididamente por la educación intercultural como el enfoque pedagógico que permite atender la realidad multicultural de nuestra sociedad y, por consiguiente, de nuestras aulas, haciendo especial hincapié en sus aportaciones con respecto a la adquisición de las competencias sociales necesarias para convivir y relacionarnos.
ESCUELA Y SOCIEDAD MULTICULTURAL
El fenómeno de la inmigración, en las formas y proporciones en que hoy se presenta, unido a otros factores como la creciente democratización de los Estados, el aumento de la sensibilidad a favor de los derechos humanos, la mundialización de la economía y de las relaciones comerciales, el auge en el desarrollo de los medios de comunicación y las nuevas tecnologías, y una visión más dinámica de la cultura, está configurando unos marcos sociales cada vez más pluriétnicos y pluriculturales (Andrés y Sánchez, 2002). De esta compleja, que no nueva, realidad social se nutre también la escuela, sobre todo por la presencia directa de personas o grupos de distintas etnias, culturas, religiones,… y por la permeabilidad a los fenómenos sociales que se dan en su entorno.
Las relaciones entre escuela y cultura ha sido un tema abordado por innumerables autores y desde diferentes perspectivas en un intento de clarificar términos y de establecer sus interrelaciones. Así, Lerena, citado por Juliano (1993, 13) afirma que «la función primaria del sistema de enseñanza, base de todas las demás funciones, es la de imponer la legitimidad de una determinada cultura, lo que conlleva implícito declarar al resto de las culturas ilegítimas, inferiores, artificiales, indignas». Estas palabras, por duras que puedan parecer, van en la línea de lo que otros muchos autores consideran que es el eje entorno al que giran las relaciones entre escuela y cultura, algo así como el ejercicio de un poder legitimado por la institución, en este caso, escolar. Ciertamente, esta marcada tendencia al etnocentrismo es una característica diríamos casi «connatural» a todas las culturas y suele tener su traducción en la escuela en la configuración de un curriculum que propone una cosmovisión unilateral del mundo, de la historia, de la cultura,… que supone a su vez una desligitimación de lo diverso y una comprensión cerrada, pasiva, monolítica del hecho cultural (García Castaño y Pulido Moyano, 1994; Jordán, 1996). Sin embargo, una concepción abierta y dinámica de la cultura nos permite afrontar el hecho pluricultural con una perspectiva más positiva y esperanzada. En este sentido son muy interesantes las aportaciones que se van abriendo paso entorno al nuevo paradigma de la cultura de la diversidad (López Melero, 1998; López López, 2002). En sintonía con la afirmación de Juliano (1993, 14) diríamos que «el desafío consiste en ver la diferencia cultural, no como un obstáculo a salvar sino como un enriquecimiento a lograr».
En los últimos años se viene generando una corriente a favor del reconocimiento positivo de toda cultura en sí misma (multiculturalismo) que viene a suponer una dura crítica al etnocentrismo pero que, por contraposición, ha venido a caer en su opuesto, el relativismo cultural. Debemos decir que ambas posiciones son inadecuadas y quedan lejos de ser herramientas que contribuyan a un mayor progreso social y cultural de nuestras sociedades. Parece pues más sensato adoptar una postura intermedia en la que optemos por educar conjuntamente a personas de diferentes culturas posibilitando un espacio cultural común que no suponga pérdidas de identidad sino enriquecimiento de ésta y apertura mental y vital a lo diferente (Wulf, 2002).
Desde una perspectiva realmente democrática se comprende la educación, y también la escuela, como instrumento al servicio del desarrollo integral de las personas y de la mejora de la sociedad. Así, nuestro propio sistema democrático [1] recoge este espíritu al reconocer los diferentes pueblos de España, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones, al apostar por una sociedad plural, por el respeto a la diversidad de ideas, creencias,… y al proclamar los valores superiores de igualdad y justicia. Por tanto, desde estos planteamientos, la escuela aparece como un lugar de encuentro donde se cruzan y se enriquecen los diversos modelos culturales, como un espacio privilegiado donde, frente a las desigualdades, se ofrece la posibilidad de reconocer la igual dignidad de todos. En consecuencia, la escuela debe pasar de ser una reproductora de la cultura mayoritaria, o dominante, a ser generadora de construcción cultural (Jordán, 1996; Aja y otros, 1999).
Indudablemente, también todos esos acontecimientos a los que aludíamos al principio han obligado a los sistemas educativos a adaptarse a las nuevas demandas sociales, de manera que ahora podemos ver con claridad cómo «a la escuela se le confiere el deber de dotar a las personas de las actitudes y capacidades necesarias para vivir en esas sociedades plurales, complejas, en continuo cambio y conflicto» (López López, 2002, 20) para contribuir así a la formación de una verdadera ciudadanía democrática y solidaria.
Desde esta perspectiva, en pos de esa ciudadanía democrática y solidaria (Delors, 1996; López López, 2001), [2] debemos entender que la vitalidad de una cultura viene determinada por su potencialidad de cambio, por sus posibilidades de seguir generando nuevas formas y productos culturales. Por ello, la existencia en una sociedad de diversos grupos o minorías no debe ser percibida únicamente como conflicto o como problema, ni dar pie a una supuesta pérdida de identidad o de derechos sociales, más bien diríamos que se presenta como ocasión propicia para generar potenciales alternativas culturales, para desarrollar la diversidad cultural como un bien en sí mismo, desde una interrelación y un diálogo constructivo que a todos enriquezca (Mas, 2001; Zamagni, 2001; Besalú, 2002,).
Por tanto, debemos reconocer la diversidad cultural como un hecho incontestable y a la vez como un bien para la humanidad. Esta diversidad hace referencia a cada uno de nosotros, como ser original e irrepetible, pero también a los diferentes grupos, motivaciones, pensamientos, costumbres, producciones,… Sin embargo, hay que reconocer que resulta difícil concretar estos planteamientos en la escuela, que lo fácil es desarrollar acciones educativas individuales para personas diferentes -y ahora no nos referimos sólo al alumnado inmigrante—, cuando el nuevo paradigma -diversidad cultural, ciudadanía democrática y solidaria, educación global-nos indica que «toda la cultura escolar se ha de preñar de diversidad» (López Melero, 1998, 34). La cultura de la diversidad es una manera nueva de educar (nos) que parte del respeto a la diversidad como valor. La escuela, especialmente la escuela pública, ha de hacer suya, con todas sus consecuencias, la cultura de la diversidad y abrir espacios para la participación real y efectiva de las culturas minoritarias en la toma de decisiones, para la expresión y el intercambio cultural, de manera que contribuya efectivamente al desarrollo de una sociedad más humana, menos discriminatoria, más democrática, más justa y solidaria (Pajares, 1998; Abdallah, 2001; Jordán, Mínguez y Ortega, 2002; Pérez Tapias, 2002). La construcción de estos ambientes escolares con estructuras organizativas y planteamientos educativos democráticos, que respeten las particularidades de cada persona y de cada grupo, posibilitará al alumnado, a los padres y al profesorado una nueva axiología al introducirse en el colegio nuevas preocupaciones tales como el pluralismo, la libertad, la justicia, el respeto mutuo, la tolerancia, la solidaridad,…
Sin embargo, la experiencia nos dice que la convivencia de distintas culturas en un mismo espacio sólo es posible si existen unas reglas comunes, unos mínimos éticos y morales que permitan a todos expresarse y ser quienes son, desde el respeto al otro. Por ello, ha de ser tenida en cuenta la consideración que Siguan (1998, 144) expresa así: «No es posible montar un sistema educativo en el que simultáneamente se exalten culturas con valores contradictorios entre sí igual que es imposible montar un sistema educativo que renuncie a hacer ningún juicio de valor. La educación siempre, explícita o implícitamente, se apoya en un sistema de valores, en una responsabilidad compartida, en unos deberes y derechos que hagan posible la vida social».
EL ALUMNADO INMIGRANTE, UNA REALIDAD CRECIENTE EN NUESTRAS AULAS
Los movimientos migratorios internacionales surgidos en los últimos tiempos se caracterizan porque afectan a la mitad de los estados existentes en el mundo, siendo cada vez menos las zonas de éste que quedan al margen de las corrientes migratorias. Pero además, los colectivos de personas que migran no cesan de crecer en los últimos veinte años y por otra parte no responden a un modelo o patrón único: hay refugiados de guerra, refugiados económicos, mano de obra barata, trabajadores altamente cualificados, estudiantes,… y coexisten personas asentadas y con estabilidad jurídica con personas sin este tipo de seguridad (Mas, 2001; Andrés y Sánchez, 2002).
Nuestro país, sin embargo, y en contra de lo que la mayoría de la opinión pública pueda pensar, quizás por los interesados mensajes que continuamente lanzan muchos medios de comunicación y algunas formaciones políticas, sigue siendo un país más de emigrantes que de inmigrantes. En este sentido se calcula que, en 2001, todavía hay 2,2 millones de españoles residentes en el extranjero, mientras que el número de extranjeros residentes en España sobrepasa ligeramente el millón [3]. No obstante, hay que señalar también que las tendencias de los últimos años indican que España se está configurando cada vez más como país receptor. También cabe reseñar que, aún no siendo muy significativo el número de extranjeros residentes en España (2’2 % sobre la población total) si lo comparamos con otros países europeos (Luxemburgo, 33’5%; Suiza, 18%; Bélgica, 9%; Alemania, 8’8%; Francia, 6%), sí que es significativa la presencia de éstos en algunas zonas del territorio nacional [4]; especialmente destacan, por este orden, Madrid, Cataluña, Andalucía y la Comunidad Valenciana, más la particular realidad de Ceuta y Melilla.
Por otra parte, sería un error pensar que ha sido el actual fenómeno migratorio el que ha introducido la diversidad en la escuela. La diversidad cultural y lingüística, además de social, se viene dando cita en nuestras aulas, como en las demás esferas de la vida, desde siempre. Esta presencia multicultural y lingüística no ha estado exenta de tensiones y conflictos en un modelo de enseñanza que se ha distinguido históricamente por su rigidez y por el hecho de ser heredero y reproductor de un estilo de educación tendente a la uniformidad, celoso de lograr la unidad ante el miedo a la diversidad.
Pues bien, cada día va haciéndose más notable la presencia de alumnos hijos de inmigrantes en nuestras aulas. En el conjunto del Estado el MECD indica la cifra de 142.687 alumnos hijos de inmigrantes para el curso 2001-2002 en Educación Primaria y Secundaria Obligatoria, el 21’4% sobre el total de alumnos, cuando en el curso 1992-1993 eran 46.845, representando entonces sólo el 5’68% (MECD, 2002; CCOO, 2002). En Andalucía la Consejería de Educación y Ciencia ofrece datos de escolarización de alumnos hijos de inmigrantes que suponen un incremento del 142% con respecto al curso anterior, habiendo pasado de 22.494 en el curso 2001-2002 a 26.683 en el presente 2002-2003 (CEC, 2002).
Por tanto, los datos y los procesos mundiales actualmente en curso nos llevan a pensar, en una perspectiva de futuro, que el número de niños y jóvenes culturalmente diferentes en edad escolar irá creciendo en los próximos años en todo el conjunto de la Unión Europea, especialmente en la etapa de educación secundaria, y no sólo por los que lleguen desde otros países, sino también por quienes serán los «inmigrantes de segunda generación» (EUROSTAT, 2002).
LA ESCUELA ANTE EL ALUMNADO INMIGRANTE
El derecho de todos a la educación, aunque reconocido y garantizado por la Constitución Española (art. 27), no ha sido regulado para todos los alumnos hijos de inmigrantes hasta hace unos años, es decir, para todos los niños y jóvenes en edad escolar independientemente de la situación legal de sus familias; más recientemente, este derecho ha quedado más explicitado en la Ley Orgánica 8/2000, sobre los derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social [5]. No obstante, como acertadamente señala Aja (1999, 70) «no basta con el reconocimiento de igualdad en el acceso a la educación, porque la situación social y cultural de muchos inmigrantes (no de todos), como también de niños españoles en situaciones desfavorecidas, les dificulta el progreso normal de los ciclos educativos», por tanto, continua este autor, «el establecimiento de medidas para compensar las dificultades…estimula a los poderes públicos para remover los obstáculos que se opongan a la igualdad real y efectiva».
En cuanto a la escolarización de los alumnos hijos de inmigrantes, el principal problema ha sido su concentración artificial en algunas escuelas públicas, porque a la concentración natural de la inmigración en algunos barrios se añade la huida de los alumnos autóctonos a otras escuelas sin hijos de inmigrantes, generalmente concertadas. Se inicia así un proceso de segregación desde la escuela que, además, puede significar la guetización de algunos centros escolares. Otra problemática notable es la educación de los hijos de inmigrantes de incorporación tardía al sistema escolar, que se ha incrementado en los últimos años por el desarrollo de las reagrupaciones familiares, que suele llevar aparejadas mayores dificultades para el aprendizaje del español -y lenguas oficiales de las CCAA-y un incremento de las fricciones o choques con las ideas culturales dominantes.
Por tanto, esta presencia cada vez más perceptible de alumnos hijos de inmigrantes en nuestras aulas ha llevado a adoptar medidas para facilitar su integración en la sociedad que los acoge, medidas que normalmente tienen por objeto compensar los déficits que les impiden alcanzar esta integración a través de la escuela. Sin embargo, señala Siguan (1998, 139), «la insuficiencia de estas medidas para alcanzar los resultados propuestos ha llevado progresivamente al convencimiento de que no se trata sólo de unos déficits lingüísticos o de conocimientos sino que la integración de los inmigrantes encuentra una dificultad de fondo y es la distancia cultural que no sólo dificulta su adaptación a las prácticas escolares sino que produce en la población de acogida una actitud de superioridad o de rechazo». Será pues necesario cambiar la perspectiva desde la que se suele abordar la integración de los inmigrantes. Para ello todos los que forman la comunidad educativa deberían admitir que los inmigrados representan unos valores culturales legítimos y respetar los comportamientos inspirados por ellos. Por su parte, los inmigrantes deben reconocer no sólo la validez de la cultura de la sociedad a la que se incorporan sino la necesidad de adaptarse en alguna medida a ella. Planteado así el problema, la acción que debe desarrollar la escuela no puede tener por objetivo exclusivo a los inmigrantes sino que debe implicar a la totalidad de la comunidad educativa (Colectivo AMANI, 1995; Jordán, 1996; Cascón y González, 1998; Essomba, 1999). Precisamente por vivir en una sociedad cada vez más plural, dinámica y compleja, es urgente, quizás más que nunca, incidir en la necesidad de educar para hacer posible la adquisición de competencias que nos cualifiquen para una convivencia y unas relaciones entre ciudadanos muy diversos, entre pueblos y culturas diferentes (Gimeno, 2001; Zamagni, 2001).
Es evidente pues que en las sociedades plurales de nuestros días, ningún otro objetivo puede compararse en importancia al de una educación para la tolerancia, la convivencia y la paz. Nuestras sociedades, en este comienzo del siglo XXI, se han convertido definitivamente en sociedades multiétnicas y pluriculturales. Este hecho está exigiendo una política educativa que insista en el valor de la diversidad y el respeto a la diferencia. La convivencia entre culturas es hoy, y lo será más en el futuro, el reto primero que debe orientar la acción educativa, por lo que es fácil de comprender que numerosos países, sobre todo en Europa, hayan introducido estos valores entre los principios que inspiran su política educativa (Besalú, Campani y Palaudarias, 1998; Gimeno, 2001) .
Aunque el concepto y contenido de la educación intercultural está aún lejos de quedar clarificado y bien delimitado, es esta opción pedagógica la que realmente puede abrir nuevos horizontes para abordar los retos educativos que se presentan en nuestras sociedades pluriétnicas y pluriculturales. Aunque lo abordaremos a continuación, podemos apuntar que «el interculturalismo es un proyecto pedagógico cuyo objetivo último es la plena integración social de las minorías étnicas y la eliminación de toda fuente de discriminación. Trata de lograr la convivencia armónica y estable entre culturas distintas y parte del postulado de que una auténtica comunicación intercultural sólo es posible sobre las bases de la igualdad, la no-discriminación y el respeto a la diversidad» (Abad, Cucó e Izquierdo, 1993, 49).
LA EDUCACIÓN INTERCULTURAL
En primer lugar, habría que dejar claro que la educación intercultural no es una educación compensatoria, ni una educación para extranjeros, aunque así lo entiendan algunas corrientes anglosajonas. Tampoco es una educación con sentido sólo en aquellos colegios o aulas donde existen diferentes culturas, donde hay niños y niñas visiblemente diversos por su color de piel, idioma, país de origen, etc. Desde esta posición se está negando al resto de la comunidad educativa el conocimiento explícito y amplio de las diversidades culturales, la existencia de los «otros», y con ello el ejercicio de la tolerancia, el conocimiento y el respeto de las otras culturas y la promoción de actitudes antirracistas, en definitiva, todos aquellos valores que favorecen la convivencia y las relaciones sociales en armonía.
La educación intercultural es la educación centrada en la diferencia y pluralidad cultural más que una educación para los culturalmente diferentes (Jordán, 2001). La educación intercultural también se opone a la integración entendida como asimilación y, por supuesto, a la educación antirracista. Finalmente, la educación intercultural tampoco rehuye el análisis estructural de la sociedad, en sus aspectos económicos, políticos e ideológicos, poniendo de manifiesto que las diferencias culturales no pueden ser la coartada que justifique desigualdades o injusticias de cualquier índole.
Desde la perspectiva que aquí se ha adoptado, y considerando las múltiples y variadas «lecturas» que el término educación intercultural ha generado, quizás las más acertadas para nuestros propósitos puedan ser estas dos:
· «La educación intercultural tiene como objetivos proporcionar al alumnado las competencias sociales necesarias para sus relaciones con los demás, así como el enriquecimiento multicultural propiciado por intercambios en los que tiene oportunidades variadas de comunicación y cooperación, tan necesarias hoy en la convivencia diaria» (Morales, 2000, 9).
· «La educación intercultural pretende formar en todos los alumnos de todos los centros una competencia cultural madura; es decir, un bagaje de aptitudes y de actitudes que les capacite para funcionar adecuadamente en nuestra sociedad multicultural y multilingüe» (Jordán, 2001, 49).
Por tanto, en la opción que representa la educación intercultural existe una clara apuesta por ofrecer respuestas válidas y realistas a los retos que suscita la convivencia en nuestras sociedades multiculturales y multiétnicas, por dotar efectivamente a todas las personas de un estatuto de ciudadanos con igualdad de derechos, por hacer posible unas relaciones afectivas, cordiales y enriquecedoras para todos, por ser una contribución a la convivencia y a la paz (Zamagni, 2001; Jordán, Mínguez y Ortega, 2002). En esta perspectiva, habría que destacar que la educación intercultural encierra en sí misma todo un proyecto de transformación de la sociedad al poner en cuestión, sin que ello suponga caer en el relativismo, los principios y fundamentos de «nuestra cultura» para, en diálogo e interrelación con las «otras culturas», ir reconfigurando y reconstruyendo una nueva realidad basada en principios aceptados por todos los ciudadanos, sujetos de derechos y deberes.
Llegados a este punto nos encontramos con la difícil tarea de plasmar estos planteamientos en la práctica educativa, como parte a su vez de un proyecto educativo intercultural [6]. Ello pasa ineludiblemente por abordar el espinoso tema del curriculum, pues se trata de hacer de la interculturalidad el eje que vertebre la acción educativa y no un añadido para días o temas puntuales, o el calificativo que acompaña a algunas actividades complementarias y extraescolares (Cascón y González, 1998; Morales, 2000). Por tanto, todos los aspectos curriculares (fines, objetivos, contenidos, metodologías, recursos, actividades y evaluación) serán objeto de esta tarea.
Finalmente, quedaría por apuntar otro elemento fundamental en la contribución que la educación intercultural puede realizar de cara a la adquisición de competencias para la convivencia y las relaciones sociales en las sociedades del siglo XXI, a saber, la formación de actitudes, o la «predisposición aprendida para responder consistentemente de un modo favorable o desfavorable ante personas o grupos de personas, objetos sociales y situaciones» (Sales y García López, 1997, 87). Estas autoras nos recuerdan también que una actitud tiene tres componentes: uno cognitivo, referido a creencias, otro afectivo, referido a sentimientos, y otro conductual, referido al tipo de respuesta o acción que se realiza. Este aspecto de la formación de actitudes es muy importante por cuanto no hemos de olvidar que en el tema de las relaciones interculturales y en las percepciones sobre grupos étnicos y modos culturales funciona con mucha facilidad el prejuicio. Por tanto, será ésta una tarea esencial de la educación intercultural a fin de lograr los objetivos que plantea.
BIBLIOGRAFÍA
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Fuente: https://www.psicopedagogia.com/artic…
[1] Ver consideraciones al respecto en la propia Constitución Española (1978) en su Título Preliminar, art. 1, 3.3, 9.2; o en su Título I, art. 14, 16, 20, 23 y 27.
[2] Delors, J. (1996). En el capítulo 1, sobre pistas y recomendaciones, el informe perfila esa filosofía de la educación que puede hacer posible esa otra utopía social:
«-La interdependencia planetaria y la mundialización son fenómenos esenciales de nuestra época.. Actúan ya en el presente y marcarán con su impronta el siglo XXI. Hoy hacen ya necesaria una reflexión global -que trascienda ampliamente los ámbitos de la educación y la cultura-sobre las funciones y las estructuras de las organizaciones internacionales.
– El principal riesgo está en que se produzca una ruptura entre una minoría capaz de moverse en ese mundo en formación y una mayoría que se sienta arrastrada por los acontecimientos e impotente para influir en el destino colectivo, con riesgo de retroceso democrático y rebeliones múltiples.
– La utopía orientadora que debe guiar nuestros pasos consiste en lograr que el mundo converja hacia una mayor comprensión mutua, hacia una intensificación del sentido de la responsabilidad y de la solidaridad, sobre la base de aceptar nuestras diferencias espirituales y culturales. Al permitir que todos tengan acceso al conocimiento, la educación tiene un papel muy concreto que desempeñar en la realización de esa tarea universal: ayudar a comprender el mundo y a comprender al otro, para así comprenderse mejor a sí mismo.»
[3] Según datos del INE, el número de extranjeros residentes en España en el año 2001 es de 1.109.060
[4] En cuanto a estadísticas y diferentes datos sobre número, procedencia, distribución y demás características de la población extranjera en España se puede consultar el artículo elaborado por el Colectivo IOE, La inmigración extranjera en España, 2000. (p. 13-67) en AJA, E. y Otros (1999): La inmigración extranjera en España: los retos educativos. Barcelona, Fundación la Caixa.
[5] El art. 9, Derecho a la educación, dice así:
1. Todos los extranjeros menores de dieciocho años tienen derecho a la educación en las mismas condiciones que los españoles, derecho que comprende el acceso a una enseñanza básica, gratuita y obligatoria, a la obtención de la titulación académica correspondiente y al acceso al sistema público de becas y ayudas.
2. Los extranjeros tendrán derecho a la educación de naturaleza no obligatoria en las mismas condiciones que los españoles. En concreto, tendrán derecho a acceder a los niveles de educación infantil y superiores a la enseñanza básica y a la obtención de las titulaciones que correspondan a cada caso, y al acceso al sistema público de becas y ayudas.
3. Los extranjeros residentes podrán acceder al desempeño de actividades de carácter docente o de investigación científica de acuerdo con lo establecido en las disposiciones vigentes. Asimismo podrán crear y dirigir centros de acuerdo con lo establecido en las disposiciones vigentes.
[6] Propuestas y recursos concretos en este sentido pueden encontrarse en Manos Unidas, 1995; EDUPAZ, 1998; Morales, 2000; Jordán, 2001.