El sueño de un guerrero masai
Mfereji estaba aún dormida, pero Lekishon tenía decidido dejar esta pequeña y polvorienta aldea del distrito de Monduli, al nordeste de la zona de conservación de Ngorongoro, y buscar soluciones para la desdicha de su familia. Se había criado entre la aspereza de los peñascos y la abundancia de la sabana. En un mundo dual donde la noche es oscura y fría y el día abrasador. La lluvia inunda y el Sol evapora hasta los lacrimales. La naturaleza lo es todo. El bien y el mal. La felicidad y la escasez. El presente y el futuro. Pero la esperanza había empezado a flaquear y Leki no estaba dispuesto a aceptar la derrota.
“Soy un guerrero masai, y como los demás guerreros, tengo responsabilidades con mi familia y con nuestro ganado”, declara orgulloso Lekishon enrollando su shúkà roja y azul (o manta masai) alrededor de su cuerpo fibrado y esbelto. “Cuando te conviertes en guerrero dejas de ser niño y pasas a ser adulto. En ti recae la seguridad de la familia, preservar su patrimonio, sus rebaños… Todo lo que concierne a tu pueblo pasa a ser responsabilidad tuya y de los demás guerreros”, explica. Por ello, mientras Mfereji empobrecía, Leki sentía que tenía que averiguar la forma de que su gente mejorara sus condiciones de vida.
Corría el año 2003, y Tanzania estaba experimentando grandes cambios económicos. Lekishon nunca había salido de tierra masai y para él, el mundo exterior era solo la imagen creada a través de historias y mitos que le habían explicado los más viejos de la comunidad. “Solo le había contado a mi abuela mis planes de viaje, y le hice prometer que me guardaría el secreto. De otra forma, nunca me hubieran dejado marchar”, reconoce el joven. Apartó las ramas puntiagudas emplazadas alrededor del poblado para evitar que las hienas entren a comerse las cabras y ovejas que pernoctan alrededor de las bomas de barro (o casas en kisuajili). Echó a andar deprisa sabana a través, condensando todo el miedo en la celeridad de sus pasos. Ni siquiera se planteó utilizar uno de los asnos de Mfereji para su viaje. “Nosotros no domesticamos a los animales porque eso significaría pegarles, hacerles sufrir, y no tenemos ningún derecho de someterlos”, reflexiona mientras recuerda su marcha.
“Caminé seis horas hasta llegar a Monduli, el lugar con transporte público más cercano. Allí conseguí hacer trueque con el conductor de un minibús local y a cambio de leche de cabra pude plantarme en Arusha, capital del norte de Tanzania”, relata el masai tanzano. “Pero mi sorpresa fue que nadie me entendía. Todo el mundo hablaba kisuajili y yo no comprendía ni una palabra. Los masais hablamos maa y solamente me podía comunicar con otros masais que también habían migrado a la ciudad desde otros pueblos”. Gracias a la solidaridad de los demás miembros de este grupo nacional sin estado, Lekishon pudo sobrevivir.
En el paisaje urbano de ciudades como Nairobi, Mombasa, Dar Es Salaam o Arusha, los masais son muy visibles. Trabajando como guardias de seguridad o vendiendo artesanía en mercados o tiendas ambulantes, los migrantes masai en zonas urbanas del África del Este destacan por su vestimenta y atuendos coloridos. “Empecé a trabajar de guarda para un indio. Vivía literalmente en la calle y comía lo que podía”, explica Lekishon. Con un sueldo de unos 15.000 chelines tanzanos mensuales (unos seis euros), el joven malvivía y dormía en la calle, pero aún así, lo invirtió casi todo para aprender kisuajili. “Sabía que era crucial para poder mejorar mi vida”, reconoce. Al poco tiempo, pudo conseguir otro trabajo de guarda, esta vez cobrando 25.000 chelines (poco más de 10 euros). Con este misérrimo sueldo conseguía pagar el alquiler de una cama caliente, algo de comida y recibir clases de inglés. “Quería estudiar inglés para poder trabajar en el sector turístico. Sabía que era más rentable que ser guarda nocturno en la ciudad. Y como era un buen estudiante, acabé trabajando como guarda y guía en el parque nacional de Ngorongoro”, explica este ejemplo de éxito.
Leer el artículo completo en El País.