La ley del silencio
Cuando tengo actos públicos en el extranjero, a menudo sale a relucir en el coloquio el “horrible maltrato que los españoles damos a las mujeres” y las muchas víctimas mortales que hay en nuestro país. Cierto es que son muchas, pero tal como se plantea siempre el tema es como si los españoles fuéramos los mayores asesinos de mujeres del planeta, cuando la realidad es muy otra. España es una sociedad que está en la media baja en cuanto a víctimas mortales por violencia de género. En Europa, por ejemplo, los países nórdicos nos duplican y hasta triplican el porcentaje de víctimas. Si el mundo sabe tanto de las muertes de mujeres en España, es precisamente porque nos importan, porque el tema se ha convertido en una cuestión de Estado, porque la sociedad está sensibilizada y hemos colocado el problema en el más alto punto de visibilidad pública. Estamos luchando contra ello con mayor o menor acierto, pero de lo que no cabe duda es de que nos lo tomamos muy en serio.
Digo todo esto como ejemplo de lo que debe hacerse con un tema tan grave, y escandalizada ante la tremenda dejación de responsabilidad que manifestamos ante un problema igual de terrible que está empeorando cada día: el acoso escolar. De cuando en cuando vuelve a agitarnos la conciencia alguna noticia especialmente brutal, como si fuera una ballena que emerge de las profundidades con su chorro furioso. Niños que se tiran por los acantilados, o vídeos con aterradoras muestras de violencia que han grabado los propios verdugos con sus móviles. Pero luego siempre sucede, no sé cómo, que los poderes fácticos se apresuran a minimizar los hechos, a desdibujar responsabilidades y desactivar las investigaciones, e incluso llegan a culpabilizar y marginar a las familias de las víctimas que se atreven a presentar denuncia. A menudo otros padres de alumnos se apiñan junto a la dirección del centro contra la víctima, quizá porque resulta muy difícil asumir que tus propios hijos pueden ser unos maltratadores o cuando menos cómplices, esto es, asumir tu parte de responsabilidad como padre en ello, y por consiguiente prefieren minimizar los hechos, decir que son cosas de chiquillos. Pero no. No son cosas de chiquillos. Son auténticas torturas y el niño o la niña que las sufre no sólo pasa por un calvario atroz durante años y corre el riesgo de suicidarse, sino que, además, es probable que quede marcado de por vida.
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