Alumnado, escuela, cultura
¿Qué es esa cosa llamada cultura?
La escuela es un edificio, fácilmente reconocible a pesar de su diversidad. La cultura, no: ni siquiera es un objeto, que podamos poseer o no, ni un club del que se es socio o no, ni un listado sagrado e incontrovertible, ancestral y consensuado, de costumbres, tradiciones y gustos. Como ha escrito R. Pulido, las culturas no se pueden contar como si fueran manzanas, a pesar de que así usen el concepto de cultura la mayor parte de científicos e investigadores, políticos y periodistas, profesores y ciudadanos en general: participamos en los Juegos Olímpicos y en los Mundiales como miembros de un Estado-nación, combatimos la discriminación como miembros de una etnia determinada, y debatimos cuestiones morales como miembros de una comunidad religiosa, antirreligiosa o laica. Se trata, pues, de una concepción poderosa y enraizada, desde luego errónea, porque no hay fronteras perfectamente delimitadas entre los diversos universos culturales, salvo las creadas a propósito en el ámbito del discurso. Pero esto no debería impedir que podamos proclamar con rotundidad que la cultura «es conocimiento, capacidad y actitud de que dispone toda persona humana para desenvolverse en su vida». Por eso, nadie pertenece a ninguna cultura, más bien es la cultura la que pertenece a las personas, que la pueden usar y recrear de la manera que estimen oportuno a lo largo de sus vidas, y es precisamente esa utilización la que les va a hacer semejantes a otras personas y la que va a establecer diferencias con otras.
¿Una escuela para cada cultura?
La correspondencia que se establece entre una cultura y una nación, una cultura y un pueblo/etnia, y una cultura y una religión, es sencillamente falsa e inapropiada, a pesar de que en la vida social y política funcione interesadamente este supuesto. No hay más que repasar las encuestas para saber que hay, por ejemplo, gallegos y vascos que compatibilizan una pertenencia nacional bien definida, gallega o vasca, con una adscripción jurídica a la nación/Estado española (unos de buen grado y otros no), igual que muchos africanos compatibilizan con respeto y sin problemas su adscripción a la nación/etnia peul y al Estado/nación senegalés. Hoy día pocos cuestionan que un ciudadano pueda ser gitano y español, descendiente de guineanos y español, a pesar de tener la piel más oscura, un léxico algo distinto o unas preferencias musicales determinadas. Y, desde luego, nadie debería extrañarse de que muchos españoles acudan regularmente a los Salones del Reino, donde se reúnen los testigos de Jehová, aunque, violentando las declaraciones universales de derechos y la legislación de este país, algunos miren de reojo y con hostilidad a los creyentes y practicantes de la religión islámica o sikh.
En coherencia con lo anterior, tampoco tiene por qué haber una correspondencia biunívoca entre nación y escuela, etnia y escuela, religión escuela, como algunos pretenden. Ni entre clase social y escuela, sexo y escuela, «raza» y escuela, orientación sexual y escuela. Aunque históricamente la escuela haya servido para todo eso (para crear o fortalecer la conciencia nacional, para preservar y reproducir la identidad lingüística y cultural, para transmitir y contagiar una determinada vivencia religiosa, para mantener un status social diferenciado, para cultivar y reforzar las identidades de género o las diferencias raciales/culturales, o para proteger y preservar las identidades sexuales), la escuela es un instrumento que la sociedad pone al servicio de las personas (para ayudarlas a crecer, para estimular su desarrollo, para incorporarlas paulatinamente a la sociedad establecida) y de sí misma, para garantizar su propia supervivencia, para preservar un patrimonio común, fruto de múltiples herencias, para compartir un proyecto de futuro en el que todas las personas se sientan libres e iguales, para poder vivir y convivir con los máximos márgenes de libertad individual y colectiva posibles sin romper por ello la mínima cohesión necesaria.
¿Qué sentido puede tener una escuela catalana en Madrid? ¿Cómo sería vista una escuela andaluza en Asturias? ¿Deberíamos regresar a las escuelas-puente (que, como es sabido, pocas veces llevaron a sus transeúntes de una orilla a la otra) sólo para gitanos? ¿Vamos a implantar escuelas sólo para inmigrantes (determinados inmigrantes, digámoslo claro) recién llegados, a la espera de una adaptación artificiosa e improbable? ¿Son defendibles en la España de hoy las escuelas religiosas de nombre y de hecho, es decir, con la misión de convertir a los infieles y catequizar a los ya creyentes, cuando la mayoría de las escuelas católicas concertadas, sin renunciar a su ideario, ni hacen cuestión de la adscripción religiosa de su alumnado, ni pretenden medir los resultados de su éxito en este ámbito?
¿Cultura de los padres = Cultura de los hijos?
Los niños, los adolescentes y los jóvenes son ciudadanos de pleno derecho. Desde luego no son esclavos del Estado, pero tampoco rehenes de sus padres o tutores. No tenemos más que acudir a nuestra propia memoria para certificar que los hijos no son un calco de los padres, ni son siquiera equivalentes entre hermanos. Las prácticas culturales de las generaciones jóvenes, más tras los impresionantes cambios tecnológicos vividos estos últimos tiempos, en un contexto de intensa mundialización y en el seno de sociedades abiertas, plurales y complejas, son sustancialmente distintas a las de las generaciones que les han precedido. La distancia cultural, de prácticas culturales, real, hoy día en España, entre padres e hijos, entre profesores y alumnos, tiende a ser mucho más amplia que la que pueda darse entre adultos de una misma generación y nivel académico, pero de orígenes nacionales distintos.
Desde luego que los padres tienen una gran responsabilidad para con sus hijos; no hay duda de que su influencia puede dejar una marca indeleble en ellos. La dependencia inicial de los hijos en su largo camino hacia la autonomía hace que su capacidad de impregnación y absorción cultural sea impresionante y decisiva. Pero la misión de los padres es justamente acompañar y velar por este tránsito de la dependencia total a la independencia, y ello obliga, por supuesto, a mostrar con claridad modelos de vida y de comportamiento deseables, y también a favorecer y estimular la capacidad de elegir y de tomar decisiones y a responsabilizarse de las consecuencias que se deriven de ellas. Este es el objetivo de la educación.
La construcción de una identidad personal y adulta no es tarea fácil para los jóvenes de hoy día que si, por una parte, tienen la suerte de vivir en sociedades que cuidan extraordinariamente la libertad individual, viven también sometidos a los ejemplos, demandas y requerimientos de miles de posibilidades, muchas de ellas apetecibles, a menudo contradictorias, pero todas ellas presentes en su entorno social y cultural.
Si esto es así para los hijos de las familias españolas, también lo es para los hijos de las familias de origen extranjero. Tampoco ellos van a ser como sus padres, ni siquiera van a vivir escindidos entre dos culturas, la de su familia y la del país de residencia, porque la vida de sus padres no puede ser una reproducción de la que supuestamente llevarían en el país de procedencia, y porque ellos mismos se verán sometidos a la multiplicidad de posibilidades que se ofrecen a sus compañeros de generación, y su identidad será también el fruto de sus sucesivas elecciones. El horizonte de los hijos de las familias de origen extranjero no es ni el país, ni la cultura de sus padres, sino el país donde viven y donde van a poner en práctica sus proyectos, y las prácticas culturales posibles, y que prefieran, en un entorno amplio de alternativas.
En este proceso de hacerse mayor, de construir la propia identidad, los centros escolares tienen también un papel relevante. En primer lugar ofrecen, deberían ofrecer, un marco mucho más parecido a la sociedad real que el que pueda ofrecer la familia y el barrio más próximo, lo que posibilita, debería posibilitar, un aprendizaje funcional y relevante de la convivencia, de las relaciones con personas distintas desde muchos puntos de vista, de la compresión y el respeto por las formas de ser y de actuar diferentes: en definitiva, aprender a vivir juntos. Y, en segunda instancia, los centros escolares ofrecen, deberían ofrecer, modelos de excelencia, muchas veces distintos y contrapuestos a los que se ofrecen a niños y jóvenes a través de los medios electrónicos o de los que les puedan ofrecer su grupo de iguales o sus propias familias. Si la escuela debe imponer pocas cosas, no debe renunciar en absoluto a proponer modelos alternativos de relación, de superación y de producción. Por sexista y patriarcal que sea la sociedad, la escuela debe practicar un modelo radicalmente antisexista, de igualdad entre los hombres y las mujeres; por racista, clasista u homófobo que sea el entorno social, la escuela debe militar activamente en la igualdad y el respeto profundo por todas las personas. Y si ninguna alumna debiera cubrirse la cabeza contra su voluntad, ningún alumno debería tampoco ser privado de la amistad de un compañero por razones inconfesables.
¿Es el currículum escolar la mejor selección cultural posible?
Nadie pone ya en duda que el currículum escolar es una selección de la cultura posible, aquella que se considera necesaria e imprescindible para llegar a ser un hombre o una mujer de provecho en un país determinado, aquella que puede ser significativa en función de la edad y de los conocimientos previos del alumnado. Ni cabe toda, ni toda tiene el mismo valor.
Pero toda selección se hace siguiendo unos criterios y la hacen unas pocas personas o grupos, aquellos que tienen poder suficiente para hacer oír su voz o, por los canales más variopintos, imponer sus puntos de vista.
En las sociedades democráticas los intereses y los grupos con voz se han ido ensanchando e incorporando progresivamente, aunque todavía los hay con la voz silenciada o con una audiencia extremadamente débil; en las sociedades no democráticas, la exclusión viene ya de oficio.
Aún así, sabemos bien que la cultura académica es deudora de una tradición elitista y abstracta, sumamente alejada de la vida y las prácticas de la mayoría de la población, y muy poco funcional para comprender y resolver los problemas que plantea la vida cotidiana. Sabemos también que la cultura que se aprende y transmite a través de los medios de comunicación, del arte, de la literatura, de los libros de texto y de los buscadores de Internet es una cultura profundamente etnocéntrica y sesgada. El itinerario formativo acaba sedimentando un imaginario que da por supuesto que la filosofía, la literatura y la ciencia son filosofía, literatura y ciencia occidentales (al menos hasta finales del siglo XX); que la historia es la historia europea y todo lo demás se reduciría, como escribió un historiador inglés, a «giros insignificantes de tribus bárbaras en pintorescos pero insignificantes rincones de la Tierra» . Tan imbricado está este eurocentrismo, que casi no se percibe: forma parte de la llamada cultura general y del lenguaje cotidiano y está en la base del sentimiento de supremacía de Occidente en relación a todo lo demás; no es sino la prolongación de la mentalidad colonial, de la desigualdad intrínseca de los pueblos. Por todo ello, no cabe otra cosa que repensar y revisar el currículum escolar desde pará- metros más científicos y equitativos, utilizar unos criterios más universales, funcionales y justos, escuchar y dar carta de naturaleza a la voz y a los intereses de de todos los grupos humanos.
Fuente: Suplemento de Aula Intercultural nº 1
Culturas y Educación en un mundo global.