Las niñas y los niños están mirando
Primero atacó a los inmigrantes mexicanos y muchos de mis alumnos y alumnas pertenecen a familias que residen en el país ilegalmente. Luego se difundieron ataques de su candidato a vicepresidente contra la comunidad LTGB y varios de mis estudiantes tienen dos papás, o dos mamás, o se identifican con un género que no coincide con el que la cultura les impuso al nacer. Entonces surgieron unas imágenes en que hablaba de las mujeres como meros objetos sexuales, y las niñas y niños de mi clase se quedaron asustados ante semejante Neandertal.
Después, se empezaron a escuchar en sus discursos referencias veladas a los tiempos gloriosos de la segregación racial y nuestros chavales afroamericanos sintieron que el racismo llamaba a su puerta. Finalmente, llegaron los debates televisados, donde se comportó como un acosador escolar de manual, ridiculizando a su adversaria y dándole donde más le dolía a un nivel muy personal, mientras parte del público reía a carcajadas las palabras mordaces del bully.
El día antes de las elecciones que acabó ganando Trump, mis estudiantes del colegio público de Washington D.C. (96% de voto demócrata) estaban aterrorizados ante la posibilidad de que una persona que representaba todo lo opuesto a nuestros valores como escuela (“Actúa con gracia e integridad”, “Lidera con el ejemplo”, “Piensa globalmente por la comunidad”, “Deja tu espacio mejor de lo que encontraste”) se convirtiera en su presidente. En muchos de ellos el temor era no solo ideológico, puesto que su permanencia en los Estados Unidos dependía y depende de políticas creadas con Obama y que Trump ahora quiere desmantelar. Ese día aparqué el temario. Hablamos del proceso electoral, de la campaña, de la sociedad estadounidense, de modelos positivos y de esperanza.
Por la tarde, gran parte del profesorado se reunió en un bar para seguir el recuento de votos. Acabamos llorando juntos. No éramos allí los únicos tan profundamente afectados por una nueva realidad que, a partir de ese momento, se convertía en una amenaza potencial para la integridad física y emocional de las personas a quienes nos dedicamos a cuidar por contrato.
“¿Cómo vamos a explicar esto a nuestros alumnas y alumnos?” era la pregunta que nos repetimos una y otra vez aquella noche. Al llegar a casa, tenía dos mensajes electrónicos en la cuenta del colegio. El primero, de la directora, mujer latina cuya familia inmigró ilegalmente a California en los 80. El segundo, de la trabajadora social, activista LGTB, que conduce las terapias diarias con nuestros estudiantes. Advertían de que el día siguiente iba a ser un día muy duro y de que teníamos que mostrar la mayor entereza e integridad delante del alumnado. Nos recordaron que somos su ejemplo y referencia, y que nuestra comunidad es respetuosa con todos los votantes y ciudadanos, si bien defendemos sin tapujos la igualdad y la libertad de todos los seres humanos.
Ayer seguí la jornada en Cataluña por las redes sociales y la prensa. Un hombre uniformado, perteneciente a uno de los cuerpos de seguridad del Estado, rompe a martillazos el vidrio de la puerta de entrada de un colegio en Girona. Dentro hay urnas y las urnas están prohibidas hoy. A este primer hombre lo acompañan otros compañeros de profesión. A su alrededor, los ciudadanos y ciudadanas, desarmados, observan. Cada uno de los participantes en esa escena tiene sus razones y motivaciones para estar ahí. Los unos hacen su trabajo y no sabremos qué parte va en el sueldo y qué parte nace de sus convicciones individuales. Los otros han acudido de forma voluntaria para cumplir con la culminación de un proyecto ilegalizado.
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