Calmar la educación
Cuanto menos cree una sociedad en sí misma, más encuentra en la educación el chivo expiatorio para sus desdichas; más busca en la educación la respuesta a las preguntas que es incapaz de formular. Su falta de confianza hace que ante los conflictos someta a su sistema educativo a ordalías en las que su estéril e inevitable condena les devuelve a la resignación, cuando no a la complacencia.
España en las últimas décadas ha generado una sociedad razonablemente educada y educadora, (junto con Corea del Sur, la nación que más ha mejorado de la OCDE en los últimos 50 años). Goza de un muy digno sistema educativo que ha sido capaz de evolucionar para atender con solvencia y eficiencia retos de la envergadura de la democratización del acceso a la educación, la asunción de los derechos humanos en la convivencia, la incorporación a Europa o la integración de la inmigración. Es cierto que con la importante grieta del abandono escolar, en especial en momentos de bonanza económica.
Aun así, más allá de inevitables diferencias en un tema tan ideológico como es la educación, el debate educativo en España con frecuencia nos remite a un melancólico, cuando no simplemente descreído, enfrentamiento sobre intereses que apenas tienen que ver ni con el aprendizaje, ni con los niños y jóvenes. La ocupación del espacio público por esta “Wrestling” es muy difícil de compatibilizar con la construcción de un discurso educativo compartido.
La falta de un proyecto educativo nacional que dé respuesta a los cambios sociales, económicos y culturales de las últimas décadas supone una grave amenaza para la sostenibilidad del ya cuestionado Estado de bienestar. Con muchas probabilidades, una de las primeras víctimas de esta crisis sería el sistema educativo escolar, tal y como lo entendemos actualmente. La paradoja de una educación formal incapaz de generar el aprendizaje socialmente necesario, dispara su vulnerabilidad frente a las amenazas sistémicas y globales que sufre.
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