Imanes y burkas
Uno de los grandes males de casi todos los países musulmanes y árabo-musulmanes es el de mezclar la religión con la política. La laicidad dista mucho de ser una prioridad para los líderes de estos países. No así, sin embargo, para una parte considerable de la sociedad civil que lleva décadas reclamándola.
Sin ir más lejos, en mi otro país, Marruecos, esta falta de secularización del Estado genera toda una serie de sinsentidos que alimentan la doble moral y el miedo a sufrir represalias.
En una crónica de la revista marroquí Tel quel (en su número 299, aparecido el 30 de noviembre de 2007) se decía que Marruecos producía 37 millones de botellas de vino al año aunque, legalmente, los musulmanes -que son la gran mayoría de la población marroquí- no pueden consumirlo. Ir a comprar alcohol en Marruecos es una actividad recomendable si se quiere ver con exactitud lo que es el país: una contradicción permanente. Un querer y no poder. Un deseo infantil de casar lo incompatible. A saber, la libertad individual y el control enfermizo de la vida privada de la gente.
Durante el mes del Ramadán del anterior año, la Policía tomó la estación de tren de Mohamadía, una población cercana a la capital económica, Casablanca, porque un grupo de seis jóvenes activistas de los derechos individuales quiso hacer una ruptura simbólica de la abstinencia del Ramadán en pleno día, reclamando así su derecho a no cumplir a rajatabla
– habrá que adaptarse a los tiempos algún día- un precepto del islam.
La religión como árbitro de la cosa pública y los derechos individuales no han casado bien nunca. Aun así, cada vez que viajo a Marruecos me produce algo de envidia comprobar el dinamismo de la sociedad civil y, especialmente, de los jóvenes. Quizás tenga algo que ver con la afirmación de Moncef Marzouki, recogida en su libro Le mal arabe, de que las sociedades árabes son probablemente unas de las más politizadas del mundo. Lo que es seguro es que en Marruecos, que no brilla especialmente por sus dotes democráticas, la gente no se somete pasivamente al efecto de esta intrusión de la religión en sus vidas.
Esta es una realidad que deben conocer los políticos europeos.
Recientemente, hemos sabido que la alcaldesa de Cunit (Tarragona), Judith Alberich, ha intercedido en un asunto que no le incumbía a ella sino a la justicia. Fátima G. G., mediadora cultural del Ayuntamiento de Cunit, acusó al imán de su pueblo de calumniarla y amenazarla. De confirmarse la acusación, este y sus presuntos colaboradores deberán responder ante la justicia. Los hechos son graves. Creerse con el derecho de clasificar a los musulmanes en buenos y malos y asediar a alguien por el mero hecho de querer trabajar, conducir y relacionarse con no musulmanes es simplemente un delito.
Por cierto, habría que pedir a muchos periodistas que no confundan ser una persona autónoma con ser o estar occidentalizado. Este es un viejo lapsus de los que confunden civilización con Occidente y barbarie con el resto del mundo, especialmente el mundo musulmán. Decía que los hechos son graves. No tener claro esto e intentar interceder a favor del presunto coaccionador en aras de una paz social -que jamás debe confundirse con un sometimiento masoquista a los fanáticos- es de una ingenuidad flagrante y de una irresponsabilidad imperdonable para alguien que gobierna la cosa pública.
De confirmarse los hechos, dos son los perfiles posibles de este imán. O bien es una persona con una visión primaria de la vida y con una cultura democrática lamentable (no sería el primer caso de un imán con este perfil que conozca) o un seguidor de los preceptos del wahabismo, que, según palabras del escritor Abdel wahab Meddeb, escritas en su libro Pari de civilisation, es probablemente la interpretación más pobre que jamás haya conocido la historia teológica y doctrinal del islam. En ambos casos se trataría de una persona que no merece de ninguna manera ser el representante de una comunidad, diversa y heterogénea, en un país democrático.
Una sentencia condenatoria sería un buen mensaje para muchos de estos especímenes que pretenden aprovecharse de la ignorancia y de la buena voluntad de muchos para imponernos su visión cavernícola del mundo.
Y permítanme que opine también sobre la polémica desatada en Francia a raíz del burka. Algunos intelectuales musulmanes sostienen que esta prenda nada tiene que ver con el islam y otros la asocian al wahabismo, del que hemos hablado anteriormente. Ambas posiciones darían la razón a su desvinculación con el islam que necesitamos en Europa.
La editorial Pagès Editors ha traducido recientemente al catalán (y espero que pronto lo haga también al castellano) el libro de Mohamed Talbi, Réflexion d’un musulman contemporain. En él, el autor, un erudito del islam, sostiene que es necesario que los musulmanes se adapten a los cambios profundos que las ciencias, las técnicas, el entorno económico y la política mundial han producido. El futuro del islam, dice en el último capítulo, está en su capacidad de asimilar la modernidad si queremos que los musulmanes no sean testimonio pasivo de la época contemporánea.
Un islam contemporáneo, este que defiende Mohamed Talbi, es el que debemos respetar y ayudar a dignificar. A estas alturas debemos ir teniendo en cuenta algunos límites que no debemos permitir que se franqueen. Lo diré en palabras de Kwame Anthony Appiah: la idea fundamental de que toda sociedad debe respetar la dignidad humana y la autonomía personal es más básica que el amor por la variedad.
Fuente: Público