Marea contra el naufragio cultural
Decía Mario Benedetti que «un pueblo sólo llega a su plenitud, cuando, entre otras necesidades primordiales conquista el libre ejercicio de sus posibilidades culturales», pues la cultura va hilvanando el relato de la identidad colectiva.
Sería ingenuo creer que en España lo habíamos conseguido en estas últimas décadas. Pero más allá de lo mejorable y discutible de la programación cultural apoyada con fondos públicos, la aproximación a amplios sectores sociales de bienes y servicios culturares supuso un paso en la construcción de la identidad colectiva destruida por el totalitarismo franquista. Por eso sería peligroso no tener consciencia de la rápida destrucción que se está realizando de las condiciones de producción y acceso popular a la cultura, que amplifica la devastación en marcha del sistema educativo con el que ésta es complementaria. Y esa es la sensación que produce la débil respuesta social a la agresión a la cultura que se realiza desde el poder. Si la política de expolio social general ha sido puesta en evidencia por el formidable movimiento de trabajadores y pequeños empresarios unidos en las «mareas» de defensa de la educación, de la sanidad, de los servicios sociales, de la vida en las cuencas mineras, de los derechos civiles igualitarios o de desempleados y afectados por la banca, consiguiendo éxitos como el de forzar al gobierno a poner sobre la mesa la dación en pago, el expolio cultural no se ha visibilizado tan claramente. Y eso a pesar de su impacto.
La política gubernamental empuja hacia el naufragio cultural con los recortes y con la degradación institucional
Los recortes y el aumento del IVA del 8 al 21%, sumados a recortes a ayuntamientos y centros educativos que demandan bienes y servicios culturales, afectan seriamente a la producción y difusión de la cultura, provocando cierres de bibliotecas, teatros, auditorios y festivales, quiebra de compañías y promotores teatrales y cinematográficos independientes, editoriales y librerías, empobrecimiento de los museos, desocupación de músicos, actores y todo tipo de trabajadores de la cultura. Por no hablar de la privación del acceso a libros, exposiciones, espectáculos, actividades culturales formativas y recreativas de la población. La política gubernamental empuja hacia el naufragio cultural no sólo con los recortes, sino también con la degradación institucional de Cultura, mientras su única propuesta es una ley de mecenazgo (para el final de la legislatura) que sólo puede ofrecer negocio a grandes promotores para producciones que no colisionen con los intereses del mercado y la cultura mercancía. Que esta agresión al ámbito de la cultura parezca no tener suficiente visibilidad, quizás se explique en parte en la heterogeneidad y dispersión de trabajadores y productores culturales en general, que dificulta la conformación de un «marea» unitaria de resistencia, a pesar del activismo de trabajadores de bibliotecas («marea amarilla») y de un grupo de artistas y otros trabajadores movilizados en alguna plataforma, como es el caso de «No sin cultura». En parte también porque quizás se considere que el grado de necesidad de la cultura es muy inferior al de la educación o la sanidad, pues si bien está fuera de duda su importancia como actividad generadora de riqueza parece menos claro que exista consciencia general de la importancia social de la cultura.
Un reducido pero potente grupo «disidente» de autores ha mantenido contra viento y marea espacios de libertad creadora
El lugar social impreciso de la cultura se explica por el papel de simple mercancía que le atribuye la derecha neoliberal y en parte también la socialdemocracia gestora de políticas económicas neoliberales, que en el mejor de los casos se han limitado a promover el consumo de productos de la «industria cultural» que controla la cultura como negocio. Negocio dominado por la producción de lo que Fredric Jameson denominó el ahistórico «pastiche posmoderno», producido por los medios de la «sociedad del espectáculo» descrita por Debord. Este negocio se basa en explotar una estética representativa de la sociedad de consumo en la que todas las relaciones sociales están mercantilizadas, lo que no sólo supone el culto a la banalidad que sustituye la compleja realidad integral por otra fragmentada (de la que los realities televisivos son su máxima expresión), sino que también implica la negación de la cultura como expresión de la auténtica vida social. Felizmente un reducido pero potente grupo «disidente» de autores e intérpretes de todas las artes, a veces apoyados por minoritarios promotores comprometidos con la cultura más allá del negocio, han mantenido contra viento y marea espacios de libertad creadora que construyen el relato de sentimientos compartidos que definen la sociedad de una época. También el arte se ha paseado por las calles en las luchas sociales de todos los tiempos, como ocurre ahora con la Solfónica o los artistas de video del 15M y otras expresiones artísticas del movimiento social.
Benedetti también refería que el escritor David Viñas definía la cultura alternativa capaz de burlar al enemigo, como aquélla que no sólo rescata el pasado, restaurando la verdad histórica (como el Guernica) sino que también es capaz de proponernos un futuro, y sobre todo «restaurarlo» cuando nos ha sido robado y sustituido por otro «impuesto desde arriba, como cepo». La colonización económica financiera que justifica el actual saqueo social se completa con la cultural, que nos separa de nuestra verdadera consciencia colectiva. Por eso es necesario conformar entre todos una gran «marea de la cultura» que no sólo luche por las condiciones de trabajo de los creadores y las condiciones de disfrute cultural de los ciudadanos, sino por crear una cultura que nos permita «burlar al enemigo» y restaurar un futuro que merezca ser vivido.
Fuente: Público