La escuela pública
Cuando yo iba al colegio de “los curas” en mi ciudad natal, al salir de las clases debíamos, mis compañeros y yo, andar con cuidado y echar a correr si nos percatábamos de que los chavales de la Escuela de la Villa (es decir las Escuelas Nacionales de la época, vamos, la escuela pública) venían a celebrar también su salida de clase a pedradas, por ser nosotros los pijos de “los frailes”.
Entonces, las escuelas públicas eran literalmente guetos en los que se recogía a la chiquillería más vulnerable y abandonada, sin mucha esperanza de salir a flote del destino, a pesar de su paso por las escuelas de entonces, desprestigiadas, retiradas al ostracismo, casi relegadas a la mera acogida de los niños, para que fueran creciendo sin mayores alicientes que los propios de sus travesuras dejadas a su infortunio, porque tampoco iban a merecer más esfuerzo en su educación que el estricto paso por la escuela que no los fuera a “desasnar” más allá de lo imprescindible.
Cuando me incorporé a mi primer empleo como docente, en una escuela pública, el 7 de enero de 1975, en una localidad guipuzcoana del corazón corporativista de prometedor futuro laboral y económico para la zona, lo que me encontré fue un caserón medio abandonado, en pésimo estado, con un claustro de maestros/maestras poco motivados, anticuados en sus metodologías, abandonados por la propia Administración, interesados en asegurar “las permanencias”, aquellos pluses que se añadían a los magros jornales de aquellos maestros que, recuerdo, podían limitarse a “contratar” a cualquier amigo/a por una pequeña propina, mordida, para poder ausentarse de sus puestos de trabajo.
Ese era el sistema y esa era la nula importancia que había dado el régimen a la educación encargada a la escuela pública. Al menos de modo muy generalizado.
Pronto pasé a formar parte del Movimiento en defensa de la Escuela pública vasca, en aquellos años de indefinición y cierta perturbación, hasta lograr entre muchos iniciar el auge digno, responsable y pedagógico de, efectivamente, la escuela pública, en este caso, “vasca”.
Recuerdo que entre otras actuaciones, se logró, en la ciudad en la que yo trabajaba, vecina a Arrasate (Mondragón), comprometer a un grupo de familias para que “llevasen a sus hijos a hacer el primer curso a la escuela pública”, por cierto todas ellas euzkaldunas y vascoparlantes. También se iniciaron, y no sin dificultades y plantones de parte del profesorado, las asociaciones de padres y madres. Y aquello fue el principio de un renacer… desde el tiempo, sin duda, de la II República.
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