La diversidad lingüística ante la crisis
En las últimas décadas, las nuevas economías y el incremento de la movilidad de capitales, bienes y personas, han tenido efectos paradójicos sobre las lenguas. La transformación de las economías nacionales agrícolas e industriales en economías globalizadas de servicios e información, ha incrementado el valor que se concede a las lenguas como motor y vehículo de los intercambios. Si bien ello no ha afectado a todas las lenguas por igual. Así, se ha reforzado el valor y el uso de las llamadas lenguas internacionales, un repertorio de lenguas que coincide casi siempre con las lenguas de pasadas empresas coloniales, las cuales siguen siendo valoradas como lenguas de cultura y como lenguas de instrucción. A este grupo selecto se suman hoy tímidamente, las lenguas de las nuevas potencias económicas. Desde el momento que se reconoce su valor y su potencial económico, estas lenguas ocupan un lugar en la vida ye en la formación de los ciudadanos, conformándose así nuevas elites bilingües y multilingües, que por haber tenido acceso a ellas lograrán tener también acceso a los mercados.
Pero la globalización también ha debilitado los marcos estatales y fortalecido a un tiempo las identidades regionales y las supraestatales. Esto está contribuyendo al reconocimiento del carácter plurinacional y plurilingüístico de algunos estados que han conservado y prestigiado así lenguas patrimoniales, que de otro modo hubieran desaparecido. La recuperación de lenguas es hoy una lucha para muchos pueblos que quieren ver reconocido su derecho a la diversidad o a la autodeterminación, tanto en las antiguas colonias como en las propias metrópolis.
Por último, el aumento de la circulación de personas y sobre todo las migraciones ha supuesto también un incremento de la diversidad lingüística en todo el mundo y muy especialmente, en las sociedades occidentales. Las capitales europeas son hoy un hervidero de lenguas, donde en escasos metros se pueden oír lenguas como el quichua, el wolof, el árabe, el francés, el ucraniano, el rumano, el polaco, el mandarín, el urdu, y muchas otras lenguas. Una diversidad que antes no les era extraña, pero que ahora se hace más consistente, más múltiple, e introduce algunos cambios importantes en la vida social y en las relaciones intercomunitarias.
A medida que se han ido produciendo estos cambios en los mercados lingüísticos y en la distribución social y espacial de las lenguas, con el incremento de la diversidad y al mismo tiempo la debilitación de unas lenguas y la fuerte consolidación de otras, también ha ido cambiado la valoración de las lenguas. En las últimas décadas, ha ido abriéndose paso una visión de la diversidad como fuente de riqueza que mantiene vivos diferentes modos de entender el entorno y la experiencia humana. Paralelamente, se ha ido abriendo camino una visión holista de la diversidad (lingüística, cultural y biológica), que entiende que las lenguas son parte del patrimonio intangible de pueblos y ciudades, y sobre todo son puentes y vías de comunicación y de intercambio entre los pueblos. Con ello, logró hacerse un lugar la noción de “derechos lingüísticos”, dentro del mapa de los derechos humanos. De modo que se han hecho oír las voces que denuncian que con la muerte de las lenguas se contravienen los derechos naturales de las personas, al tiempo que se pierde un conocimiento inestimable sobre otras formas de habitar la naturaleza y sobre otras formas de relación entre los pueblos. En consonancia, paulatinamente, se han registrado algunos cambios en las políticas lingüísticas. La propia UE ha ido evolucionando desde actuaciones dirigidas únicamente a las lenguas de los estados nacionales, protegiendo los derechos y deberes de los ciudadanos a aprenderlas y usarlas, a atender también a las llamadas lenguas minoritarias (también llamadas en Europa, lenguas regionales). Estos cambios aún no se han afianzado y son, de hecho, muchos los indicios de que aún nos cuesta entender la diversidad como riqueza y más aún tratarla adecuadamente y sacar partido de ella. La crisis ha empezado a hacer mella en unas políticas que en muchos lugares hasta ahora solo han dado lugar a una tímido resurgir de las lenguas. Máxime cuando, las lenguas internacionales, y en concreto el inglés, se consolidan ya como lenguas de instrucción en todo el mundo, esto es lenguas en las que se estudian los contenidos que se imparten en las escuelas. Por ello, las lenguas estatales, y las lenguas minoritarias tendrán que reorganizar sus tiempos y su presencia en las escuelas, en los medios de comunicación, en la producción cultural y en tantos otros ámbitos.
Pero en este contexto de crisis, la posición más débil la ostentan las llamadas lenguas de la inmigración. Durante los últimos años hemos visto cómo ciudadanos e instituciones incorporan ya otras lenguas muchas veces de forma improvisada y urgente, dejándose llevar por la necesidad de comunicase y adaptarse a la presencia de personas provenientes de otros lugares, con quienes se convive y por tanto, pese a las resistencias, son considerados parte de la ciudad, vecinos. Estos intentos de comunicarse estaban cambiando más las prácticas de ciudadanos y empresas que los servicios públicos. La presencia de traductores e intérpretes es aún exigua en servicios como la educación, la sanidad o los tribunales de justicia, con las consecuencias que ello tiene a la hora de limitar el derecho a ser atendido y entendido, el acceso a los servicios y a la participación en la sociedad. Los recortes pueden debilitar aún más esa presencia o pueden convertirla en un recurso al que solo podrán acceder quienes puedan pagarlo de su bolsillo. Esta vuelta atrás es ya evidente en las escuelas. Apenas se habían incorporado las lenguas de los estudiantes al aula y apenas se había creado programas de enseñanza de la lengua de instrucción que las tuvieran en cuenta, apenas se encontraba reconocimiento el derecho a que la instrucción se inicie en la lengua de origen, y empiezan ya a cerrarse aulas y programas. Si esta tendencia se consolida no sólo se incrementará la asimetría entre las lenguas, sino entre la personas. Por ello, el derecho al bilingüismo o mejor, al multilingüismo, es ya uno los campos de batalla del siglo 21.