Cultura y derechos de las mujeres
En todas las sociedades y en todas las culturas, sean mayoritarias o minoritarias, se han asignado y se asignan recursos, propiedades y privilegios a las personas de acuerdo con su condición genérica. En todas las culturas late una normativa diferenciada de acuerdo al sexo.
Así pues, todas las mujeres, independientemente de su raza, opción sexual, etnia, clase social, edad, capacidad, nacionalidad o religión comparten opresión. Una opresión tejida en torno a las ideologías, normas y estereotipos sexuales que necesariamente debemos desactivar para poder avanzar en igualdad. Así por ejemplo, puedo comprender que una buena parte de la socialización de las mujeres ha venido dada por el énfasis puesto en el cuidado, la crianza y la cooperación, pero ni debo ni puedo aceptar que estos mismos valores determinen el acceso de las mujeres al mercado laboral ya que estaré dando por bueno el estereotipo ocupacional. Que las culturas son patriarcales lo prueba la vigencia de códigos normativos diferenciados para mujeres y varones.
Si, por ejemplo, me detengo en el «acceso a la educación», en su etapa inicial, es una realidad que en todas las democracias avanzadas el acceso a la educación está garantizado y también es evidente que buena parte de los gobiernos y de la cooperación internacional está volcada en diseñar programas de acceso a la educación para niñas y niños. Se ha producido una toma de conciencia que avala mediante políticas públicas nacionales e internacionales el acceso a la educación de las niñas. Ahora bien, el «acceso a la educación» no está garantizando el derecho de las niñas y mujeres a recibir una educación no diferenciada.
A modo de ejemplos, el derecho a recibir una educación no diferenciada se quiebra por los contenidos androcéntricos que se trasmiten en las aulas. Del hecho de que niñas y niños compartan el mismo recinto escolar no se sigue que los usos del espacio sean los mismos. Los centros escolares están diseñados para el uso expansivo del ocio masculino, limitando el uso del ocio femenino. La solución no reside en que ellas jueguen más al fútbol, sino en buscar modalidades de juego que potencien más habilidades que las puramente físicas cuando no agresivas. Del hecho de que niñas y niños tengan el mismo profesorado, no se sigue que la percepción que tengan de las profesoras sea la misma que de los profesores ya que éstos además ocupan los cargos directivos. Niñas y niños se acostumbran a una escala jerárquica que luego ven reproducida en otros ámbitos: los varones mandan a las mujeres y las mujeres mandan a las niñas y niños.
Como ya afirmé en el artículo «Multiculturalismo, coeducación y ciudadanía» determinadas situaciones de aula van directamente en contra del derecho a una educación no diferenciada. En las aulas españolas suceden cosas que estoy segura se repiten en las aulas de otros países: sucede que muchas niñas son obligadas a llevar «pañuelo» (hiyab) y que otras o las mismas no pueden acudir a clase de gimnasia y se permite; sucede que determinados niños no pueden ser instruidos por mujeres y se les cambia de aula; sucede que las niñas gitanas a partir de los 11 o 12 años desaparecen de las aulas; ocurre que algunos padres -católicos, judíos y musulmanes- tienen problemas con los menús diseñados en los colegios o con la ingesta de determinados alimentos en determina¬dos días de la semana o en periodos más largos de tiem¬po; sucede que muchos padres invocan como derecho la libertad de elección para forzar cambios en los contenidos curriculares, o lo que es lo mismo, aceptación o no de determinadas asignaturas. Todos y cada uno de estos casos se hacen presentes en el aula gracias a la vindicación de la identidad normativa y cultural. Todos y cada uno de estos sucesos hacen referencia a que la niña o el niño en cuestión están adscritos identitariamente a un grupo cultural, religioso o familiar. Muchos de estos incidentes ponen entre paréntesis el valor común de la igualdad. Algunas de estas situaciones de aula revelan que el derecho a una educación no diferenciada para las niñas no está consolidado.
El fin de la función educativa es desarrollar actitudes, valores y capacidades que permitan la construcción de una identidad personal y social no condicionada por la ideología, normas y estereotipos sexuales. Necesariamente hemos de proceder en las aulas a desactivar la identidad «ser mujer». Las situaciones de aula arriba descritas, -imposición en el uso del pañuelo (hiyab), prohibición de asistir a determinadas clases, ausencia de niñas a partir de los 11 o 12 años en las aulas-, obedecen a la identidad normativa y cultural «ser mujer». Si en la educación prevaleciera el derecho a una educación no diferenciada se interrumpirían las imposiciones culturales o religiosas que restringen la libertad de niñas y mujeres. Lo cierto es que el derecho constitucional a la igualdad de trato, o el derecho a la igualdad entre los sexos establecen límites para cualquier colectividad. Algunos grupos culturales o religiosos ven en ello una amenaza porque, ciertamente, dar poder a los individuos puede poner en peligro la forma de vida colectiva.
Si para finalizar me refiero a los «derechos culturales», necesariamente debo enmarcar el derecho a una vida sin violencia dentro de los derechos culturales. De hecho, es obligado mencionar que el primer derecho cultural de una mujer es estar libre de violencia, ya que la violencia contra las mujeres forma parte del universo simbólico en todas las culturas conocidas. Son «derechos culturales» la libertad de la creación cultural, la libertad artística, la libertad científica, la comunicación cultural, etc. También son «derechos culturales» el acceso a la cultura, el derecho al patrimonio cultural, el derecho a la conservación de la memoria cultural, etc. De igual manera se entienden como «derechos culturales» el derecho al desarrollo de la identidad de los grupos étnicos y de los grupos culturales diferenciados. Debemos tener presente que muchas de estas manifestaciones culturales ejercen violencia contra las mujeres. Una buena parte de la libertad de la creación cultural o la libertad artística se sostiene, careciendo de imaginación creadora, por la presentación estereotipada de las mujeres. De otro lado, una buena parte de nuestra memoria cultural se ha estabilizado invisibilizando a las mujeres.
Capítulo aparte merece la noción de «identidad». En algunas tradiciones o grupos culturales, con identidades normativas excesivamente rígidas, se interrumpe de manera sistemática la emergencia del sujeto político. Si no eres sujeto político, la identidad normativa y cultural suele ser asignada no elegida, al menos así les sucede a una inmensa mayoría de mujeres: que las mujeres, por ejemplo, no puedan presentarse como candidatas a la Asamblea local, acceder a la propiedad de la tierra u optar a determinados puestos de trabajo… es una negación de las mujeres como sujetos políticos, no es una negación de las mujeres en cuanto portadoras de identidad normativa y cultural. Reforzar identidades establecidas o supuestas no tiene nada que ver con el respeto mutuo o con la elección individual.
En muchas ocasiones la identidad normativa y cultural da por buenas y deseables conductas diferenciadas para mujeres y varones y, por lo tanto, quiebra el principio de igualdad. Así las cosas, la identidad cultural plantea la cuestión más profunda de si una comunidad política comprometida con los derechos de igualdad y libertad de los individuos, puede también defender derechos colectivos para las minorías culturales. La diversidad cultural es una realidad, pero todas las culturas, sean mayoritarias o minoritarias, incorporan un repertorio de conductas de acuerdo a un conjunto de valores. Podemos y debemos, como afirma Amelia Valcárcel, establecer un límite al «irracionalismo valorativo» del «todo vale». Y un buen límite es poder analizar críticamente cuál es la posición de las mujeres en una cultura determinada. La vindicación de un derecho colectivo puede quebrar el reconocimiento de los derechos individuales, máxime para las mujeres que en muchas de las culturas hoy existentes son reconocidas como «nada más que mujeres».
Lo cierto es que el derecho a la igualdad entre los sexos establece límites para cualquier grupo étnico o cultural. Algunos grupos culturales ven en ello una amenaza porque, ciertamente, dar poder a los individuos puede poner en peligro la forma de vida colectiva. Cuando a las mujeres se las marca como reproductoras de cultura se les está impidiendo la entrada en lo público, porque cuando las mujeres se constituyen en sujetos políticos se da una pérdida, deseable, de la herencia cultural. Esta afirmación rige para todas las culturas, sean mayoritarias o minoritarias, de ahí que en todas las culturas encontremos siempre focos resistenciales a la aceptación de una ciudadanía plena para las mujeres. Es conveniente, para no interrumpir la emergencia de los derechos de las mujeres, preguntarse ¿Qué «derechos culturales» queremos preservar?
Fuente: Suplemento de Aula Intercultura nº 1. Culturas y educación en un mundo global.