Hacia una comprensión del racismo
Se puede definir al racismo como un modo de dominación social que se funda en identificar diferencias entre la gente, diferencias que son integradas para dar lugar a una clasificación que va de un extremo superior (lo moral, sabio y hermoso) hasta otro inferior (lo perverso, ignorante y horrible). En el racismo, a diferencia de otros modos de jerarquización social, las diferencias son naturalizadas; es decir, son vistas y postuladas como sustanciales e insuperables. En alguna medida, toda colectividad humana tiende hacia el racismo. Los semejantes entre sí suelen producir una imagen del otro, del diferente, como inferior: sus rasgos son feos, su lenguaje es ridículo y sus costumbres no son las normales. Esta tendencia puede variar mucho pero es un hecho que despreciar al otro vigoriza la propia autoestima. Frente al foráneo las afinidades resaltan de modo que los miembros de una comunidad se sienten más cercanos y próximos.
El extraño es quien no participa en la “cosa” o “esencia” que nos define como miembros de una colectividad. Esa esencia (que nadie sabe, exactamente, que es, pero que todos tenemos que presumir conocer muy bien) nos debe brindar un sentimiento de orgullo, una satisfacción que nos tendría que inclinar hacia la endogamia. Por tanto, para no traicionar al grupo, debemos casarnos con gente como nosotros. No obstante, cuando el foráneo es nuestro vecino el otro deja de ser una presencia hipotética y lejana. Entonces el racismo es una realidad inmediata. Digamos que hay colectividades cuyas particularidades más entrañables son estigmatizadas como inferiores de modo que se justifica, se naturaliza, la dominación sobre ellas. En un mismo espacio coexisten grupos entre los que reina una repulsión que acentúa la unidad interior de cada uno.
Según León Poliakov el racismo moderno surge en España en el siglo XV cuando los cristianos victoriosos comienzan a creer que la afiliación religiosa es algo inscrito en el cuerpo de manera que los moros y judíos conversos, los llamados “cristianos nuevos”, tienen la “sangre sucia”, por lo que no pueden ser aceptados en igualdad de condiciones, y son entonces relegados a ocupaciones poco prestigiosas, y son vistos siempre con sospecha. Los “cristianos viejos” en cambio son puros, sus creencias tienden a ser correctas pues no llevan la herejía en la sangre.
Desde el punto de vista conceptual lo mismo ocurre en el caso de la esclavitud. Es decir, las diferencias entre la gente son sustancializadas a través del concepto de “raza”. El concepto de raza apunta a una mítica esencia biológica que hace semejantes a los miembros de un grupo diferenciándolos de los miembros de otros grupos o “razas”. Y estas distintas esencias o sustancias no tienen el mismo valor. Están, desde luego, jerarquizadas. La negra es la inferior. A quienes la comparten les corresponde obedecer y trabajar para aquellos que tienen la sustancia superior, los blancos. En realidad, el racismo responde a un deseo de dominio y explotación que, en el caso de la esclavitud, es llevado al extremo de una cosificación del otro que equivale para el dominante a una mistificación de sí; es decir a un desconocimiento de los límites de la propia condición humana. Sea como fuere lo característico del racismo es la conformación de dos comunidades como patrones blancos y esclavos negros, o colonos criollos e indígenas siervos. Estas comunidades suelen ser cerradas y endogámicas. La mezcla está prohibida y si eventualmente se produce no se la reconoce de manera que el vástago mestizo es asimilado al grupo inferior. El racismo suele estar acompañado de una fobia hacia el mestizaje, fobia que toma la forma de creencia de que aún lo inferior-puro es mejor que lo mezclado. Este esquema u orden de cosas es el que asociamos con lo que solemos llamar una sociedad racista como sería el caso de Estados Unidos hasta mediados del siglo XX o la Sud-Africa del apartheid.
Lo desafiante del caso peruano, como en general de toda América Latina, es la coexistencia de racismo y mestizaje. Es decir, aquí la mezcla no fue descartada sino que desde abajo fue significada como un camino de avance social, de logro de reconocimiento. Y, desde arriba, no fue totalmente impedida sino que fue valorada como la posibilidad de una ventaja económica. Digamos que la unión entre un blanco pobre y la hija de un rico cacique era ideal pues convenía a ambas partes. Pero, en todo caso, aún cuando el mestizaje pudo haber resultado de la violencia, lo importante es que el vástago no era satanizado ni desconocido. Por el contrario, se afirma la idea de que el mestizo es mejor que su progenitora indígena aunque no tan valioso como su padre, criollo o español. De hecho el mestizaje se impuso sobre los designios de la corona. En efecto, resulta que el deseo o programa colonial era la separación de las “dos repúblicas”. Es decir, en principio, indios y españoles sólo deberían vincularse en función de la evangelización de las almas y de la explotación de los cuerpos en beneficio de la metrópoli. La corona no veía con buenos ojos a los criollos y, menos aún, a los mestizos. Eran percibidos como competidores potenciales por el excedente económico producido por la servidumbre indígena. Cuanto mayor fuese su número tanto menor serían las remesas enviadas a España. De ahí la reticencia de la Corona para autorizar la emigración hacia las Indias.
Pero la tendencia al mestizaje fue incontenible. Entonces al margen de la república de los españoles y la república de los indios surge un mundo social, el de las castas y de la plebe, donde los individuos son cada vez más difíciles de clasificar en la medida que se van alejando de los modelos de pureza. En este mundo, lejano tanto de la aristocracia como de los indígenas, no hay un sentimiento de comunidad. Se trata de una realidad heterogénea, compuesta de excepciones que se definen a partir de una triple negación pues sus integrantes no son españoles, no son indígenas, ni tampoco son esclavos. Estamos ante un mundo atomizado donde una persona vale más o menos de acuerdo a su posición económica y contactos sociales, pero también en función de sus rasgos físicos. De esta manera, en el universo fragmentado de la plebe mestiza se reproduce la jerarquía y la discriminación. No obstante, se trata de una “discriminación individualizada”. Es decir, cada uno es evaluado por separado y no como miembro de una comunidad.
En las sociedades que rechazan el mestizaje, como las anglosajonas, todo individuo pertenece a una comunidad. Y esta pertenencia determina su posición frente al otro, al diferente. Cuando el racismo desconoce o excluye el mestizaje, entonces se crean comunidades definidas por ciertos temples o sensibilidades. Los blancos se ven, con satisfacción como grandes, poderosos y superiores en relación a los negros (o a los indios), que son representados como ociosos, brutos e impulsivos; en definitiva necesitados de una disciplina que no se pueden dar. Pero aún en la posición subordinada hay algunas recompensas emocionales. Se trata de la satisfacción que puede nacer a través de la identificación con el amo, y la realización vicaria de los deseos que esta identificación permite. O, en todo caso, el subalterno, al sentirse como una víctima noble de un sistema injusto, anticipa con deleite esa satisfacción definitiva que compensará en el más allá los muchos sufrimientos que aquí padece sin quejarse.
Cuando el racismo coexiste con el mestizaje, la situación es más compleja. En el mundo atomizado de la plebe nadie es enteramente blanco, ni, nadie es, tampoco, enteramente indio o negro. Todos tienen un poco de todo aunque en diferente proporción. Entonces, la posición de superioridad o subalternidad tiene que establecerse a cada momento, en cada nuevo encuentro, mediante un proceso de mutuas evaluaciones que tiende a ser arbitrario y conflictivo pues muchas veces no resulta evidente quién debe rendir pleitesía a quién. Ocurre que en un contexto un individuo puede ser definido como superior, porque es más blanco y está mejor vestido que su semejante; no obstante, en otro contexto, ese mismo individuo puede ser identificado (por el otro y por sí mismo) como inferior, dado que ahora confronta a un semejante de una apariencia superior, o más acorde al modelo hegemónico. Por tanto, en su primer encuentro sentirá los goces asociados a la posición superior: poder y menosprecio; pero en su segundo encuentro podrá sentir la vergüenza e incomodidad de representar el papel del subalterno. Si la identificación que más lo compromete es con los de arriba y su forma de sentir, entonces, procurará alejarse de la gente “superior”, aquella que cuestiona su identificación, que le hace sentir que su semblante o apariencia no está a la altura de su deseo. No obstante, como dentro de ese mundo mestizo con su gradiente sutil y escalonada de prestigios, el mismo individuo tendrá que interactuar con toda clase de personas, entonces le será imposible evitar del todo esa vergüenza y esa incomodidad. O, en todo caso, tendrá también que asumir los goces de la posición subalterna, convirtiéndose entonces en una suerte de híbrido. Encarnará una figura muy frecuente en nuestro paisaje social: el mestizo que desprecia y es despreciado, el cholo que cholea, el individuo que se crece ante los “pequeños” y se disminuye ante los “grandes”. Ahora podrá entenderse el término “discriminación individualizada”. Con este término nos referimos al hecho de que la persona es juzgada no como miembro de una comunidad sino en función de sus propias características.
II
Si fuéramos a hacer una historia del racismo en el Perú tendríamos que distinguir tres etapas. La primera corresponde a la colonia cuando el racismo tiene una fundamentación religiosa. La invasión del Tahuantinsuyo y las victorias militares consiguientes fueron seguidas por la evangelización que fue en realidad una colonización del imaginario de los hombres andinos. En verdad lo que vino a estas tierras debe llamarse una versión degenerada o corrupta del mensaje evangélico. En efecto, la fundamentación religiosa del colonialismo implicó proclamar una desigualdad radical entre los seres humanos; es decir, una afirmación anti-cristiana. Desde los púlpitos se representó una realidad en la que de un lado estaban los españoles, los que habían conservado la creencia en el Dios verdadero; y, del otro, los indios que no sólo se habían olvidado de Dios sino que se habían dejado tentar por las huacas y demonios para adorar al sol, las estrellas y demás ídolos. Entonces, los indios resultaban culpables de una suerte de “pecado original” que no era común a toda la humanidad, sino privativo de su raza. Este pecado original, la idolatría, implicaba una culpa, un estar en deuda. Entonces, la redención pasaba por un renegar del demonio, la aceptación sumisa de la dominación permitiría ir expiando con dolor los males cometidos. La idolatría de los indios habría enojado a Dios y los instrumentos de su furia eran los españoles.
La “Plática para todos los indios” , documento fundamental de la Evangelización temprana, anuncia una presentación aparentemente simple de las creencias cristianas. Pero, pese a su aparente ortodoxia, hay una inflexión característica que desvirtúa el mensaje cristiano, justificando la dominación colonial.
“Habéis de saber que aquellos demonios que os dije tentaron a nuestros primeros padres y dieron ocasión, tentándolos, para que pecasen y así pecaron. Y estos demonios son los que a nosotros cada día nos aconsejan el pecar, engañándonos y persuadiéndonos lo malo y a vosotros (aunque no lo veis) os ponen en vuestros corazones malos pensamientos, os dicen ‘adorad al sol, a la luna, a las piedras, a los ídolos’. Y, por esto, habéis enojado en vuestros pecados mucho a Dios nuestro Señor” (Pág. 28).
En este discurso el indio es constituido como un sujeto culpable, engañado, en complicidad con el demonio. En el “Tercero Catecismo y Exposición de la Doctrina Cristiana por Sermones” en el sermón XVIII se escucha o lee:
“¿Has visto al perro que tirándole una piedra, deja de morder a quien se la tira y muerde la piedra? Pues, así haces tú cuando adoras al sol que no sabe lo que haces, ¿piensas tú que, porque es tan grande y tan resplandeciente el sol, que por eso es Dios? Es cosa de risa; tú indio miserable, eres mejor y demás estima que el sol porque tienes alma y sientes y hablas y conoces a Dios” (Pág. 73).
“¿Quién os persuade a que adoréis las huacas? El diablo los quiere tener cautivos. ¿Quién habla algunas veces en las huacas a los viejos? El diablo, enemigo vuestro. ¿Vosotros no veis como Jesucristo vence y reina en toda la tierra? Por ventura, ¿las huacas defendieron a vuestros pasados de los Huiracochas? ¿Cómo no responde? ¿Cómo no habla? ¿Cómo no se defiende? Pues, quien a sí no se defiende ni ayuda, ¿cómo os ayudará a vosotros?” (Pág. 73 – 74).
Los indios son retratados como “víctimas culpables” que ameritan un “castigo redentor”. Su complicidad con el demonio los ha perjudicado pues los convierte en objeto de la ira de Dios y los deja inermes frente a los Huiracochas. La mejor prueba de la superioridad de Jesucristo está, precisamente, en el triunfo de los Huiracochas, en la derrota de los indios. ¿Por qué se habrían de aliar los indios con una fuerza que no es capaz de protegerlos? En el sermón se presume que tras las huacas está, efectivamente, el demonio y que la Conquista, más que obra de las armas españolas, es un resultado providencial de la voluntad divina. Cristo derrota a los demonios como los españoles derrotaron a los indios.
Encontramos aquí las raíces profundas del racismo, puesto que la igualdad de los seres humanos queda en suspenso por la perversión y complicidad de los indios con el demonio. Se trata de una asociación que los degrada, que debería conducir a que los indios odien sus cultos ancestrales, pues ellos serían la razón de su mala fortuna, de la dominación a la que están sometidos. Ellos tienen que pagar la pecaminosa alianza de sus antepasados.
Resulta, entonces, que el indio es objetivamente culpable y aunque él no haya pecado de por sí, tiene que pagar una deuda. Ésta es, justamente, la torsión del mensaje evangélico, pues se construye una “víctima culpable”, un sujeto menoscabado, impotente, que sólo en la obediencia puede encontrar la salvación. Queda atrás, entonces, el mensaje bíblico de la igualdad de todos los hombres y, aún más olvidado, el Evangelio cristiano con su mensaje de que los pobres están más cerca de Dios. En la prédica colonial, los españoles son el pueblo elegido, los que tienen derecho en la medida en que adoran al Dios verdadero y son sus emisarios.
Así entendida, la evangelización equivale a un genocidio cultural, a la expectativa de destruir totalmente una subjetividad para reconstruirla de raíz. Quien enuncia el mensaje se coloca en la posición de emisario de un Dios que demanda una entrega absoluta, que lo autoriza a “asesinar las almas”. Es probable que haya un goce sádico en el despliegue de esta enunciación que descalifica totalmente al otro. El interpelado, “el indio”, es colocado en la posición de la persona que se debe sentir en falta de lo que no sabe. Algo dentro de él está profundamente mal.
Ahora bien, conforme los evangelizadores se persuaden de que las huacas son supersticiones y no máscaras del demonio, la evangelización adquiere una impronta cínica, pues resulta que la culpabilidad no tiene ahora sustento, pero aún así se la mantiene como estigma .
Pero los hombres andinos resistieron como pudieron este racismo de base religiosa. Una primera respuesta se encuentra en la obra de Huamán Poma de Ayala Nueva Corónica y Buen Gobierno. Huamán Poma inscribe su argumentación en el discurso bíblico. Como hombres, los indios tienen que ser descendientes de Adán y Eva y también, y más decisivamente, de alguno de los hijos de Noé, puesto que, según la revelación, con del Diluvio sólo sobrevivió su familia. Por tanto, los indios son sus descendientes. De otro lado, Huamán Poma afirma que los indios no se olvidaron totalmente del Dios verdadero, que les fue quedando una sombra que les permitió construir una sociedad incluso más moral que la española. En síntesis, los indios son hijos de Dios y aunque hayan caído en la idolatría se comportan mejor que los “soberbiosos y coléricos” españoles, tan dados al abuso y la rapiña.
A la larga, la subjetividad andina quedó marcada en profundidad por la prédica colonial. El “indígena” tuvo que desarrollar múltiples rostros, varias identificaciones difícilmente reconciliables. El hombre andino trató de incrustar en su propia historia el traumático hecho colonial. Para los invasores el “indígena” es un ser abyecto por idólatra. Una interpelación tan negativa genera culpa y malestar. Quizá lo decisivo fue que, haciéndose eco de lo escuchado, el “indio” se definió como humilde e impotente. Justamente “indio no puede” es la frase que da identidad a muchos de los personajes indígenas de la narrativa de Arguedas. No obstante, detrás de este rostro oficial, hubo una vitalidad que logró preservarse en espacios menos censurados como el complejo fiesta-música- danza. Y aún logró marcar la cosmovisión del mundo andino con un sincretismo original y estable.
IV
Revisaré más de prisa las otras etapas del racismo pues en los ensayos de este libro están mucho más analizadas. De mediados del siglo XIX hasta mediados del siglo XX, tiene vigencia el llamado “racismo científico”. La ciencia, con la secularización de la sociedad, pasa a reemplazar a la religión como la fuente de las certidumbres que organizan la vida cotidiana. Surge entonces un racismo que se pretende científico. En las obra de Gobieneau, Taine y Le Bon va cobrando forma una visión del género humano estructurada por la idea de raza, por la creencia de que las razas son grupos humanos que comparten un patrimonio genético que define sus capacidades intelectuales y morales. La raza superior es por supuesto la blanca, viene después la amarilla y finalmente están los negros. El racismo científico es la ideología del colonialismo europeo. Justifica la invasión de Africa y de Asia en nombre de la lucha contra el salvajismo y la barbarie pues los blancos son portadores de la civilización. En realidad estas creencias que se presentan como ciencia están en sintonía con el sentimiento de superioridad del hombre europeo y con la conveniencia de esconder la rapiña colonialista a la que fueron sometidos los pueblos avasallados por las misiones supuestamente civilizadoras.
El racismo científico produjo un hondo impacto en América Latina y el Perú. Hubo resistencias, sin embargo. Autores como Manuel Atanasio Fuentes o Manuel González Prada cuestionaron la supuesta cientificidad de estas doctrinas. No obstante, dejando de lado algunas excepciones, las nuevas ideas lograron reforzar al racismo, reemplazaron el fundamento religioso por uno supuestamente científico. Entonces se inicia una discusión sobre el destino del Perú. Muchos proponían que la solución al atraso era la inmigración de “razas enérgicas” que pudieran renovar la genética de la alicaída población peruana. No obstante, el Perú no era un destino atractivo para la emigración europea. Pocas tierras, difíciles de trabajar y encima ya ocupadas. En definitiva el racismo científico no abría un horizonte de futuro para el país. Descartada la migración y la “mejora” de la raza, la única posibilidad era la educación. El indígena debería acriollarse. “Un olvido a cambio de una promesa” es la fórmula del pacto mediante el cual el indio accedería a la ciudadanía siempre y cuando dejara atrás su barbarie. Aprender el castellano, dejar atrás las costumbres y el idioma. La escuela era el laboratorio de la redención, el lugar de construcción de la peruanidad.
Paralelamente, el Perú se asumió como una nación mestiza donde, supuestamente, no habría racismo. La idea era que en el Perú “quien no tiene de inga, tiene de mandinga”. Entonces, el racismo fue reprimido, sustraído de la atención pública. La discriminación sigue pero ya no es reconocida. Se supone, en cambio, que todos los peruanos son iguales. En realidad este postulado es una ficción de efectos ambivalentes. De un lado abre un camino para la ciudadanía y la movilidad social. Del otro, sin embargo, invita a un etnocidio pues todos los peruanos son convocados a rechazar vigorosamente sus raíces indígenas como sinónimo de lo abyecto y lo arcaico. Lo absolutamente repudiable. Bajo el amparo de esta propuesta el mundo criollo abjura de todo lo indígena que hay en él. Se define colocándose a espaldas de los andes y la historia. Peor es la situación en el mundo andino pues sus habitantes son solo válidos como material humano que busca redimirse de la contaminación asquerosa que es precisamente lo indígena. En cierto sentido sin embargo se trata de una superación del racismo pues la diferencia ya no es sustancializada. Se puede dejar de ser indio, cambiar de costumbres e idioma, para ser un mestizo, un ciudadano peruano. No obstante esta superación es relativa pues los rasgos físicos siguieron siendo fundamentales en la definición de la identidad de las personas. Este pacto constitutivo de la República Criolla se trasluce en las categorías censales. Así mientras que en 1876 la población es clasificada en blanca, mestiza, indígena, negra y asiática; en el censo de 1940 se engloban en la misma categoría blancos y mestizos como queriendo decir que eran lo mismo; es decir, ciudadanos, peruanos.
V
El racismo científico desaparece de la faz de la tierra con el hundimiento del régimen nazi en 1945. Pero esto no significa la desaparición del racismo. Carente de fundamentos religiosos y (seudo) científicos, el deseo de jerarquizar, excluir y dominar, encuentra ahora amparo en el campo estético. Entonces resulta que los rasgos asociados a lo blanco no son mejores por ser cristianos, o estar asociados a una mayor inteligencia y moralidad, sino porque son más bellos. El racismo no termina pues de morir. En realidad este proceso de estetización del racismo representa una suerte de última pero decisiva trinchera del deseo de superioridad. Y es quizá mucho más importante de lo que a primera vista se podría pensar. Implica la colonización del imaginario pues lo más atractivo son los rasgos asociados a lo blanco: la piel y el cabello claro, los ojos azules o verdes, la pilosidad abundante. La piel oscura, el pelo hirsuto o “trinchado” marcan una posición de mucho menor deseabilidad. De ahí, entonces, la incomodidad de los peruanos frente al espejo. De ahí, también, el deslumbramiento fascinado que producen los encartes publicitarios donde las y los jóvenes modelos ostentan su cabellera rubia, su piel blanca, su alto tamaño.
VI
El racismo fue reprimido y silenciado en nuestro país. Hasta el momento la mayoría de los peruanos pretende que las diferencias físicas no son socialmente relevantes y se define, entonces, como mestizo. No obstante como ha observado agudamente Virginia Zavala el definirse como mestizo es como decir que no tenemos cuerpo y que nuestros rasgos físicos son intrascendentes. El problema con esta solución es que renunciamos a describir nuestro cuerpo, a aceptarlo como es y, de otro lado, como consecuencia, seguimos capturados por la estética de lo blanco.
VII
El Perú no quiere admitirse como una sociedad discriminadora pese a las abrumadoras evidencias que así lo demuestran. Quizá el ejemplo más contundente de esta resistencia es la tibia recepción del informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Como se sabe el informe señala que el trasfondo del conflicto interno han sido las brechas y las desigualdades que separan a los peruanos. Esta conclusión ha sido ignorada por una gruesa parte de la población que lejos de ser solidaria con las víctimas ha preferido colocarse de perfil, permanecer en una cómoda pasividad. Si el informe de la Comisión hubiera sido recibido en una manifestación de cientos de miles de personas, el gobierno del Presidente Toledo no hubiera tenido otra carta que implementar las recomendaciones respectivas; en especial en lo que toca a los juicios contra los perpetradores de abusos y las reparaciones de los afectados. Pero no fue una muchedumbre la que recibió el informe sino solo unos cuantos miles de personas provenientes básicamente del mundo de la iglesia y de la cultura. En otras palabras los 70,000 muertos contabilizados por la comisión fueron desairados. Aunque nadie lo dice abiertamente en realidad es poco lo que importan. E importan poco porque la mayoría de ellos fueron indígenas. Gente que no despierta las ganas de identificarse con ellos.
Se impone entonces la conclusión de que el racismo, y el etnocentrismo, distan de estar superados, que están aún firmemente enraizados en nuestras mentalidades. Para explicar esta realidad tenemos que hacer una pregunta ¿cuál es el goce del racismo? ¿qué satisfacción tan poderosa es la que produce que no se la puede abandonar? Apresurando una respuesta diría que el racismo procura un sentimiento de superioridad a una buena parte de la población que construye una imagen de sí magnificada, auto-erotizada, en contraste con la imagen de otra gente que es representada como inferior y despreciable. Entonces los que están en el medio y aún abajo elaboran su visión de sí mismos identificándose con los que están arriba. Solo los que están muy abajo no tienen a quien “cholear”.
VIII
A partir del estudio pionero de Alberto Flores Galindo, “República sin ciudadanos”, la realidad del racismo comenzó a ser visible en el Perú. Se trata de un ensayo publicado en la tercera, y definitiva, edición de Buscando un Inca, en 1988. A diferencia de la fórmula de Jorge Basadre, “República Aristocrática”, que define la sociedad peruana por el gobierno de los pocos, la fórmula de Alberto Flores Galindo “República sin ciudadanos” pone el énfasis en la exclusión de los muchos. En realidad las dos pueden complementarse pues el gobierno de los pocos es solo posible cuando los muchos están excluidos. Sea como fuere, este último ensayo era imprescindible en la arquitectura de Buscando un Inca. En efecto, en sus primeras ediciones el libro pretendía reconstruir la manera en que la idealización del pasado incaico había inspirado la resistencia contra el colonialismo. No obstante, aún no se lograba analizar la naturaleza de la dominación colonial. Y, precisamente, en ese último ensayo, Alberto Flores Galindo logra identificar al racismo como el núcleo del orden colonial. Y el racismo es entendido como una ideología que reduce al otro a la condición de cosa o animal. Entonces, en el campo de la cultura, la historia del Perú podía pensarse como una lucha entre la apuesta colonial a devaluar lo indígena y, de otro lado, la resistencia y la lucha por su rehabilitación. En esta lucha estas tendencias se acomodan de las maneras más distintas.
Ahora bien para que Alberto Flores Galindo pudiera conceptualizar esa realidad negada fue necesaria la convergencia de dos situaciones. Primero la violencia interna en el país y, segundo, la revaloración de la cultura en las Ciencias Sociales. Si el terror senderista, y la “guerra sucia” desde el Estado, se desarrollaron sin mayores resistencias ello fue porque la inmensa mayoría de las víctimas eran campesinos indígenas. Era evidente, para quien quería verlo, que había vidas que valían poco o nada. Gente que podía ser asesinada sin temor a represalias. Y esa gente tenía un rostro y una cultura que eran indígenas. La realidad de esas muertes impunes era un desmentido práctico de las ideas de integración y mestizaje. Pero la toma de conciencia respectiva implicaba distanciarse del sentido común según el cual las únicas diferencias relevantes entre las gentes eran las que provenían de la propiedad y el dinero. Desde tiempo antes, y contra la marea, Alberto Flores Galindo había reivindicado la importancia de las ideas y las fantasías colectivas en la definición de lo social. Entonces tenemos una coyuntura donde el racismo (invisibilizado) se muestra en toda su contundencia y, de otro lado, una apertura mental que trasciende los estereotipos de la época. Estas son las coordenadas en las que surge la elaboración decisiva sobre el tema del racismo.
Tras los pasos de Alberto Flores Galindo hemos seguido un grupo cada vez más amplio de antropólogos, historiadores y sociólogos. Con el riesgo, casi seguridad, de omitir algunos nombres no puedo dejar de mencionar a Nelson Manrique, Guillermo Nugent, Marisol de la Cadena, Juan Carlos Callirgos . En todo caso la toma de conciencia excede los límites de las clases ilustradas y hoy un número creciente de peruanos piensan que vivimos en una sociedad racista.
IX
Hacer visible el racismo y erradicarlo es tarea de todos. Pero en esta labor le toca a la crítica cultural un importante papel. En efecto, la misión de la crítica cultural es identificar y valorar los mitos o creencias en términos de su impacto sobre el desarrollo humano. Y para esta tarea la crítica debe moverse entre la elaboración conceptual y el análisis concreto de situaciones definidas. Es decir, el objetivo de la crítica cultural es precisar lo que está fallando en la realidad, aquello que detiene el flujo de la vida, que la enreda y mortifica en una dinámica opresiva. Identificar estos anudamientos es de ya, de alguna manera, actuar, pues esta identificación implica un tomar distancia, un valorar lo retorcido como una posibilidad desgraciada. De otro lado, el método no puede ser sino el vaivén entre la elaboración conceptual y el análisis concreto. Los conceptos son imprescindibles pues nos permiten hacer visibles las sombras, nombrar lo que no marcha. Pero los conceptos se formulan en diálogo con la realidad. Entonces, solo un esfuerzo que se desarrolla entre ambos planos, el análisis concreto y la teorización, permite tomar conciencia tanto de lo que existe como, también, de aquello que podría existir, de las virtualidades presentes en una realidad. Los conceptos son como herramientas disponibles que necesitan siempre afinarse para dar cuenta de lo singular y este proceso de afinamiento significa un desarrollo de su capacidad de iluminar y liberar. Digamos entonces que los conceptos no se “aplican” sino que se “recrean” en un diálogo con la vida que es siempre inédito y diferente. No se llega al saber sino es gracias a la mediación de los conceptos y la sedimentación del conocimiento que ellos incorporan.
Año 2006