Gitanos
Con el culebrón de la expulsión de los gitanos este verano, Francia se ha expuesto a la reprobación del mundo entero. Nunca, desde la presencia del líder de extrema derecha Le Pen en la segunda vuelta de las presidenciales en 2002, el país había sufrido una crisis moral como esta. No hay instancia internacional que no haya expresado su consternación, desde la UE hasta la ONU, pasando por el Papa. No hay organización de defensa de los derechos de los inmigrantes que no haya manifestado su cólera. Lo más interesante de esta indignación es que se ha generado desde el principio a partir de la defensa de uno de los principios más fundamentales de los derechos humanos, a saber, el rechazo a estigmatizar a una población debido a su origen y sus creencias, así como de su derecho a la libre circulación. Nadie ha cuestionado el derecho de Francia a poder controlar dentro de su territorio esa libertad de circulación; nadie le ha reprochado su voluntad de expulsar a personas que habrían incumplido la ley francesa; nadie, por último, se ha opuesto al derecho del Gobierno a conceder o no la residencia permanente o temporal a ciudadanos extranjeros en territorio francés. Solo se le ha recordado con palabras encendidas que tenía que atenerse a las leyes en vigor en el seno de la UE. En cambio, lo que resultaba inaceptable, pero que ha motivado un paralelismo exagerado con las deportaciones de la II Guerra Mundial, es la designación ciertamente aberrante en un Estado de derecho por parte de altas autoridades de la «comunidad» gitana como objeto de expulsión colectiva.
Esto es nada menos que una infamia contra un colectivo humano convertido así en pasto del odio despreciativo de una parte de la opinión pública francesa. Una población que ha sido vinculada desde ese momento a la delincuencia, la inmigración salvaje, la inseguridad y la violencia; en definitiva, a lo que compone el conjunto de miedos y fantasmas de una sociedad en crisis. Esta operación mediática fue concebida inmediatamente tras el fracaso estrepitoso del Gobierno en las regionales de 2010. Preparada administrativamente mediante tres circulares a partir de junio y puesta en la órbita policial en verano, esta estrategia llevó el 9 de agosto al ministro del Interior a pedir a los prefectos en la tercera circular que le informaran «de antemano de toda operación de evacuación que revista un carácter importante o susceptible de generar una repercusión mediática».
Todos conocemos los motivos, o más bien el motivo, de una agresión como esta. Enfrentado a una crisis de confianza duradera de la opinión pública al haber perdido el apoyo del electorado de extrema derecha que le permitió ganar las presidenciales de 2007, el presidente quiere ahora hacer volver a su redil a los simpatizantes del Frente Nacional. Si esta parte de la opinión pública le falla, no tendrá posibilidades de vencer en las presidenciales de 2012. Pero todos los sondeos revelan que esta no se dejará convencer tan fácilmente, pese a que la agitación xenófoba de este verano le ha hecho ganar algunos puntos.
Podemos sacar tres lecciones. En Francia, las ideas de Le Pen serán defendidas a partir de ahora por altos responsables en el seno mismo del aparato del Estado. En Europa, la crisis económica causará también reacciones de rechazo hacia minorías consideradas ilegítimas, y ello debido a la propia incapacidad de los poderes públicos por resolver los problemas sociales. La señora Merkel, la canciller alemana, tuvo sin duda la dignidad de no querer participar en las acciones del Gobierno francés en relación con los gitanos. Pero no hay que engañarse: la libre circulación prevista por los tratados europeos creará problemas cada vez más difíciles de gestionar en el contexto de la crisis económica actual.
La UE, que se niega a lanzar una política de empleo y de crecimiento a escala de la Europa ampliada, debería por lo menos prever planes de ayuda para la estabilidad de las poblaciones pobres en sus países. Porque si en toda Europa la inmigración, legal o ilegal, se ha convertido en el fondo de comercio principal de la extrema derecha, las fuerzas conservadoras tradicionales ya no dudan, para permanecer en el poder o para conquistarlo, en aliarse directa o indirectamente con las organizaciones que promueven abiertamente el odio y el racismo.
En Europa, se anuncia un periodo de enfrentamientos identitarios preocupantes sobre fondo de crisis económica y social. Y los extranjeros, los inmigrantes y las minorías corren el riesgo de convertirse en las primeras víctimas.
Traducción de M. Sampons.
Fuente: El País