¿Será que no soy lo bastante innovador?
Comparto la idea de que en los últimos tiempos estamos asistiendo a una emergencia de prácticas educativas innovadoras y, también, al incremento de debates centrados en cómo debe ser la educación que queremos y qué cambios o qué procesos de transformación nos parecen necesarios.
Durante algunos años, los drásticos recortes en recursos, las agresiones a la escuela y sus profesionales, y el abandono a su suerte o la condena a la exclusión de miles de niños y niñas y sus familias han conducido el debate educativo, en un marco legislativo y administrativo claramente hostil, hacia reivindicaciones más ligadas a la propia supervivencia o al mantenimiento de algunas conquistas y avances en equidad a finales del siglo XX. Hoy día, además de continuar esa necesaria “resistencia”, son muchos los educadores y educadoras que, de forma individual o colectiva, vuelven -en realidad no creo que hayan dejado de hacerlo- a pensar en cómo transformar sus propias prácticas o las de sus centros para mejorarlos y adecuarlos a nuevos tiempos, necesidades y demandas sociales.
La noción de “innovación educativa” aglutina en gran medida ese impulso renovador, pero lo hace convirtiéndolo en una especie de mantra que no deja claro a qué se refiere en realidad. Por eso es importante, desde mi punto de vista, plantearnos de forma colectiva qué entendemos por innovación educativa, qué prácticas son realmente innovadoras y hasta qué punto pueden transformar de manera positiva los entornos educativos. Para centrar un poco ese debate, señalo algunos peros o algunas alertas encadenadas que cuestionan determinadas concepciones de la innovación o la manera en la que llegan a los centros educativos.
La primera tiene que ver con la gran dispersión de propuestas de carácter innovador que a veces se presentan nada menos que como la solución definitiva a todos los males de la escuela o, en palabras de Juan Carlos Tedesco en este medio, el milagro que todas y todos estamos esperando. Ninguna escuela podría dar abasto si pretende encaminar sus pasos en las múltiples direcciones que le indican los adalides de cada una de las supuestas soluciones -incluso con Copyright- y sin las cuales, según sus impulsores, no cabe que un entorno educativo pueda llamarse a sí mismo innovador. El catálogo de “buenas prácticas” que se ofrece a los educadores es hoy más abrumador que inspirador y, lejos de clarificar el horizonte, creo que lo enturbia hasta casi difuminarlo.
La segunda nos remite a quienes están detrás de muchas de estas iniciativas. El mundo educativo es, para algunos, un poderoso mercado que debe mantenerse con la maquinaria de compra y venta engrasada. De ahí que, casi de repente, una buena cantidad de empresas financieras, de seguros, constructoras, editoriales y, sobre todo, tecnológicas, hayan decidido infiltrarse sin más tapujos que utilizando el mecanismo de sus propias “fundaciones” para explicarnos qué debemos hacer, quiénes son los verdaderos innovadores y cómo los que no lo son quedan más o menos excluidos de la modernidad pedagógica. Cada día nos ilustran con una ineludible charla TED; nos ofrecen el top 10 o 100 de los innovadores o emprendedores sociales o educativos e, incluso, se permiten otorgar, desde una sociedad “filantrópica” radicada en Dubai y apoyada en la mayor y más elitista red de escuelas privadas del mundo, un premio al que la prensa y muchos incautos han dado en llamar el “Nobel de la educación”.
Leer completo el artículo de Victor Manuel Rodríguez en El Diario de la Educación.