Odio
A los humanos nos es muy fácil odiar. Amar se nos da bastante mal (amar sin posesividad, sin idealizaciones ni decepciones, sin celos, equívocos, exigencias, egoísmos), pero lo que es odiar todos lo hacemos divinamente. Los psicólogos saben que el odio es una respuesta irracional y primaria ante la frustración; cuando algo duele, algo angustia, algo nos estropea la vida, se nos dispara el odio y nos alivia. Es un automatismo, como cuando tenemos una herida en la boca y la lengua no deja de arrimarse a ella. Reconozcámoslo: en ese golpe primero de odio ciego y caliente hay placer. O, por lo menos, consuelo. Esa pulsión inmediata intenta dar salida a una emoción intensa con la que no sabemos qué hacer. Y, cuanto más inermes nos sintamos ante esa emoción, ante esa frustración, más arderá nuestra inquina.
Me temo que es imposible evitar por completo el odio, que está en la misma base de lo que somos. Pero sí podemos y debemos evitar quedarnos apresados por él, eternizarnos y embrutecernos en el ritual del aborrecimiento. Como ya hemos dicho que produce placer, un placer arcaico y bárbaro, hay personas que lo siguen alimentando, exactamente igual que los drogadictos, hasta llegar a depender de su odio por completo y hacerlo la base de su identidad. Hasta definirse por el adversario al que odian. Como los Capuleto y los Montesco. Como el Ku Klux Klan o como los nazis. La historia del progreso social, de la civilidad y la democracia pasa precisamente por enfriar ese odio, por controlar de manera racional y con ayuda de las leyes esas emociones elementales y atroces.
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