¿Racismo en el Perú? El rol de la educación
Por Ricardo Morales
Es lugar común afirmar que el Perú no es un país racista, que aquí vivimos armoniosamente indígenas, blancos y mestizos, negros y chinos y otros grupos minoritarios, y que las oportunidades sociales están abiertas a todos sin reparar en sus peculiaridades raciales.
Como argumento de nuestra «democracia racial» se aducen las leyes y la valoración oficial positiva de nuestras culturas originarias.
La realidad es muy distinta. El prejuicio racial, consistente en la convicción de la superioridad de la raza blanca sobre los indígenas y mestizos, ha sido constitutivo de la cultura peruana a lo largo de 500 años y lo sigue siendo; atraviesa, de múltiples maneras, la vida social cotidiana; se advierte en los juicios, aspiraciones y valores, en el lenguaje y los insultos, en los ideales de belleza que presentan los medios masivos y en los imaginarios colectivos.
La población blanca, culturalmente dominante, ha impuesto valoraciones y normas de conducta que discriman a los mestizos y sobre todo a los indígenas, y los mestizos replican este patrón de comportamiento respecto a estos últimos.
Por procesos psicosociales idénticos a aquellos por los que los niños aprenden a ser leales a su familia, a su escuela o a su iglesia, los grupos sociales aprendemos a discriminar a los diferentes.
En el seno de la familia, los niños blancos aprenden a tratar de modo diferente a los mestizos (los cholos, a los negros y a los indígenas); se familiarizan con las barreras invisibles pero reales de la sociedad peruana, sus circuitos culturales discriminatorios y los matices del lenguaje que consagran la pertenencia al grupo dominante; de esta manera asimilan los estereotipos que están en la base del prejuicio («El indio es flojo, primitivo, ignorante, infantil..») y aprenden las normas no escritas de las discriminaciones raciales cotidianas. Los mestizos siguen procesos semejantes, más complejos, por su secreta aspiración a ser blancos.
Y los indígenas, por el efecto retroalimentador del prejuicio, tienden a internalizar la imagen devaluada que de ellos les ha impuesto el blanco; muchos aspiran a igualarse con los mestizos urbanos.
El persistente paralelismo entre la estratificación racial y la socioeconómica; la admiración (plena de contradicciones) por los Estados Unidos y, sobre todo, la autoimagen del peruano como un ser inferior, internalizada por muchos, completan este cuadro del racismo nacional. Aunque en esta autoimagen -se nos pinta como desidiosos, indisciplinados y desgarrados- no figure explícitamente la «raza», en ella está presente la convicción, no confesada, de que la causa principal de nuestros defectos se encuentra en nuestro componente racial.
El fondo de nuestro racismo es el rechazo de las culturas originarias, pese a la glorificación oficial de esas culturas; la idea que tenemos del país y de su desarrollo excluye al indígena del «nosotros» nacional. Es un pecado original todavía no redimido.
No hemos sido capaces de ver nuestra diversidad cultural como una riqueza y de resolver el antagonismo de nuestras culturas constitutivas en un pluralismo aceptado y generoso.
Las políticas educativas en nuestro país debieran atender a la superación gradual de nuestras prácticas discriminatorias y prejuicios raciales.
Habría que empezar por reconocerlos y llamarlos por su nombre; podría sugerirse al Ministerio de Educación y a las universidades realizar estudios que analicen qué tipos raciales son despreciados o sobrevaluados, qué características tiene el prejuicio racial en cada clase social y región geográfica, qué formas de discriminación efectiva prevalecen en la vida cotidiana y cómo se fortalecen y propagan los prejuicios raciales entre nosotros.
El conocimiento sobre estas cuestiones debería inspirar medidas pedagógicas que contribuyan a desterrar estos prejuicios en las generaciones de niños y jóvenes.
La formación del maestro debiera ayudarlo a sensibilizarse respecto a este problema, a tomar conciencia de sus propios prejuicios y a aprender a detectarlos en la vida diaria de la escuela.
Educar para el respeto a la diversidad y a la tolerancia debiera tener entre nosotros, como primer cometido (tanto en las escuelas públicas como en las privadas), fomentar en los alumnos una especial sensibilidad hacia los prejuicios raciales.
No creo, por cierto, que en las numerosas propuestas de formación de valores que se aplican en realidad en la educación se esté dando a este problema el lugar central que merece.
Ser consecuentes con esta reflexión nos llevará necesariamente a revisar a fondo el proyecto de país y a descartar para siempre fantasías modernizadoras, que llevan dentro de ellas actitudes racistas.
Fuente: Perú21/ Lista Interculturalidad