Decía Simone
de Beauvoir que, en la mayoría de las culturas,
las mujeres están acostumbradas a asumir el "papel
del otro", a "empatizar", a adaptarse a las
necesidades o a las circunstancias.
Mientras que muchos hombres que llegan a los países
de acogida viven este cambio como traumático por ver
peligrar los privilegios o el poder social del que gozaban
en su lugar de origen, las mujeres están más
capacitadas para adaptarse a su nuevo entorno y consecuentemente,
si se les brinda la oportunidad de hacerlo, aprenderán
con más facilidad.
La
mayor disposición de las mujeres a incorporarse a
la cultura mayoritaria del país de destino no se
hace, sin embargo, sin que experimenten un sentimiento de
identidad dual.
Si
es verdad la aserción que afirma que somos tantas
personas como idiomas hablamos, podríamos hacer extensivo
ese razonamiento a los países en los que vivimos
o hemos vivido. Nos encontraríamos así ante
una identidad cultural flexible, multicultural y enriquecedora.
Las personas que hemos cambiado de país por una razón
u otra y nos hemos establecido en lugares distintos a nuestros
lugares de origen, hemos experimentado un proceso de transculturación.
Parafraseando
en clave de humor a Francisco Gavilán en su Guía
de malas costumbres españolas, la persona que
llega a España - o a cualquier país de destino-,
experimenta un proceso de fascinación, por el que
se queda deslumbrada, luego de desesperación en el
que se siente más extranjera que nunca y al final,
de hispanización - o de valoración- que es
cuando estima objetivamente las virtudes y los defectos
del país en comparación con el suyo. Extrapolar
esta valoración a la percepción que pueda
tener una mujer inmigrante es sin duda muy atrevido, sin
embargo en la formación de su nueva identidad dual,
intervendrán probablemente alguno de esos factores.
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